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CULTURA Y SOCIEDAD

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ACTITUDES ANTE LA DIVERSIDAD CULTURAL

Vamos a desarrollar a continuación un asunto que teníamos aparcado desde el

principio. La cuestión es la siguiente: puesto que las culturas necesariamente

tienen que convivir en el espacio y en el tiempo (lo nuevo coexiste con lo viejo;

o personas pertenecientes a distintos estratos temporales de desarrollo

cultural tropiezan en el espacio físico), ¿qué relaciones se dan entre ellas? O

para ser más concretos, ¿qué tipos de juicios y valoraciones realizan unas

sobre otras? Pensemos que esos juicios y valoraciones culturales se aplican

después a las personas individuales que viven en esas culturas, y determinan

también la forma de pensar y de comportarse de quienes los realizan.

La mejor forma de comenzar el estudio de estas cuestiones es el Texto

„Ellos nos observan: nosotros somos los “papalagi”:

“Los Papalagi (los hombres blancos) viven como los crustáceos, en sus casas de hormigón. Viven

entre las piedras, del mismo modo que un ciempiés; viven dentro de las grietas de lava. Hay

piedras sobre él, alrededor de él y bajo él. Su cabaña parece una canasta de piedra. Una

canasta con agujeros y dividida en cubículos.

Sólo por un punto puedes entrar y abandonar estas

moradas. Los Papalagi llaman a este punto la entrada

cuando se usa para entrar en la casa y la salida

cuando se deja, aunque es el mismo y único punto.

Atada a este punto hay un ala de madera enorme que

uno debe empujar fuertemente para entrar. Pero esto

es sólo el principio; muchas alas de madera tienen que

ser empujadas antes de encontrar la que

verdaderamente da al interior de la choza.

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En la mayoría de estas cabañas vive más gente que en un poblado entero de Samoa. Por

consiguiente cuando devuelves a alguien la visita, debes saber el nombre exacto de la

aiga (familia) que quieres ver, ya que cada aiga tiene su parte propia en la canasta de piedra

para vivir... A menudo, un aiga no sabe nada de la otra aiga, aunque sólo estén separadas por

una pared de piedra y no por Manono, Apolina o Savaii (tres islas pertenecientes al grupo de

Samoa).

Generalmente, apenas conocen los nombres de los otros y cuando se encuentran en el agujero

por el que pasan furtivamente, se saludan con un corto movimiento de la cabeza o gruñen como

insectos hostiles, como si estuvieran enfadados por vivir tan cerca.

Cuando un aiga vive en la parte más alta de todo, justo debajo del tejado de la choza, el que

quiera visitarlos debe escalar muchas ramas que conducen arriba, en círculo o en zigzag, hasta

que se llega a un sitio donde el nombre de la aiga está escrito en la pared. Entonces, ve delante

de sus ojos una elegante imitación de una glándula pectoral femenina, que cuando la aprieta

emite un grito que llama a la aiga. La aiga mira por un pequeño atisbadero para ver si es un

enemigo el que ha tocado la glándula; en ese caso no abrirá, pero si ve a un amigo, desata el ala

de madera y abre de un tirón. Así el invitado puede entrar en la verdadera cabaña a través de

la abertura.

La gente como nosotros se sofocaría rápidamente en canastas como éstas, porque no hay

nunca una brisa fresca como en una choza samoana. Los humos de las chozas-cocina tampoco

pueden salir. La mayor parte del tiempo el aire que viene de fuera no es mucho mejor. Es

difícil entender que la gente sobreviva en estas circunstancias, que no se conviertan por deseo

en pájaros, les crezcan las alas y vuelen para buscar el sol y el aire fresco...pero los Papalagi

son muy aficionados a sus canastas y ni siquiera sienten lo malas que son.

De vez en cuando los Papalagi dejan sus canastas privadas, como ellos las llaman, para ir a una

canasta donde hacen sus trabajos y no quieren ser molestados por la presencias de esposa y

niños. Mientras tanto, las mujeres y las muchachas están atareadas en la cabaña-cocina

preparando los platos, abrillantando las pieles de los pies o lavando taparrabos. Cuando son lo

suficientemente ricos para mantener criados, entonces éstos hacen el trabajo, mientras ellas

hacen visitas o salen a comprar comida fresca.

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Tanta gente como hay viviendo en Samoa, vive de este modo en Europa, y quizá incluso más...

Cuando uno se siente infeliz en esta vida pedregosa, los demás dicen que no es natural, con lo

que dan a entender que él no sabe lo que Dios ha querido que fuera.

Actualmente estas casas se

yerguen a menudo unas cerca de

otras, en enormes cantidades, ni

siquiera separadas por una palmera

o un arbusto. Y directamente

enfrente, sólo a un tiro de piedra,

una segunda fila de canastas

aparece. Por consiguiente, entre las

dos filas hay apenas una grieta

estrecha que los Papalagi llaman

calle. Durante días sin fin puedes

caminar por estas grietas sin salir

a un bosque o ver un poco de cielo azul. Mirando hacia arriba desde estas grietas, difícilmente

puedes ver un poco de espacio claro, porque dentro de cada choza arde como mínimo un fuego

y la mayor parte del tiempo muchos a la vez. Por eso los firmamentos están siempre llenos de

humos y cenizas, como después de una erupción del volcán en Savoii. Las cenizas llueven

sobre las grietas, por eso las canastas de piedra han tomado el color del barro de los

pantanos de mangle y la gente tiene hollín negro en el ojo y el pelo, y arena entre los dientes.

A pesar de todo, los Papalagi caminan entre estas grietas desde la mañana hasta la noche, hay

algunos que incluso lo hacen con cierta pasión. Han construido en estas calles enormes cajas de

cristal en las que toda clase de cosas están expuestas, cosas que el Papalagi necesita para

vivir: taparrabos, pieles para pies y manos, ornamentos para la cabeza, cosas de comer... Estas

cosas están expuestas para que todo el mundo pueda verlas y además aparecen como muy

tentadoras. Pero no se permite a nadie coger nada de allí, aunque lo necesite con urgencia,

hasta después de pedir permiso y de hacer un sacrificio.

Hay muchas grietas en las que el peligro acecha por todas partes, porque la gente no sólo

camina una contra otra, sino que se embisten también desde dentro de enormes cajas de

vidrio que se deslizan en correderas de metal. Hay un ruido tremendo. Nuestras orejas

empiezan a silbar a causa de los caballos que golpean el pavimento con sus pezuñas y de la

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gente que patea con fuerza con sus pieles de los pies; a causa de los niños berreando y de los

hombres chillando. Y todos ellos gritan, por alegría o por miedo. Es imposible hacerte oir a

menos que grites tú también. ¿Están los Papalagi orgullosos de haber reunido tanta piedra? No

lo sé. Los Papalagi son gente con gustos raros. Sin ninguna razón en especial hacen toda clase

de cosas que les ponen enfermos, pero aún se sienten orgullosos de ellas y cantan odas a su

propia gloria. “

Se trata de una transcripción de las narraciones orales que realizó un rey o

gobernante samoano (Samoa es un archipiélago del Pacífico Sur oceánico) tras

una visita realizada en el primer tercio del siglo XX a una gran urbe de

Occidente, como podría ser Londres o Nueva Cork. De primera mano, muestra

las deficiencias del lenguaje cuando intenta describir realidades que le son

totalmente ajenas. Sin embargo, esas mismas deficiencias nos muestran los

puntos de confrontación entre sistemas culturales con fundamentos muy

diferentes. Veamos a continuación cuáles son los rasgos más significativos de

nuestra cultura en la interpretación que de ella hace el samoano.

La primera cuestión que llama la atención en su descripción es el tono, entre

asombrado y compasivo, que dedica a nuestras viviendas. Lo que para nosotros

son simples edificios de pisos son para ellos “cubos de piedra”, entre los que

vivimos “como los ciempiés”. Del mismo modo, lo que para nosotros son las

calles y las avenidas, no dejan de ser para ellos “grietas de lava”, entre los que

nosotros vivimos una “vida pedregosa”, en un entorno en el que nos sentimos

“orgullosos de haber acumulado tanta piedra”.

La visión del samoano indica claramente que ellos llevan una vida más

natural, en un ecosistema diferente, más directamente ligado a la naturaleza

salvaje e incontaminada. De hecho, todas sus medidas y comparaciones están

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tomadas de ese entorno; todo su lenguaje y sus valoraciones los reflejan: el

hormigón y los ladrillos son “piedras” y “lava”; la estructura cerrada de

nuestras viviendas es como la “concha de un crustáceo” dentro de la que

vivimos; la contaminación son “las cenizas de la erupción de un volcán”; las

unidades de medida son las distancias entre sus islas “Manono, Apolina o

Savaii”; ellos no podrían vivir así, puesto que se “ahogarían”, sin una “brisa

fresca”, y les extraña que quien lleve ese tipo de vida no “se conviertan por

deseo en pájaros…”

También sus descripciones dan muestra de un sistema familiar distinto,

mucho más amplio que el

nuestro, donde toda la

vida se hace en común,

donde todos son amigos,

se conocen y se tratan; y

estiman ese contacto

humano como una

necesidad. Desde las

descripciones que

muestran que “cada aiga tiene su parte propia en la canasta de piedra”, hasta

que “debes saber el nombre exacto del aiga que quieres visitar”. O que “una

aiga no sabe nada de la otra aiga”; que para saludarse “gruñen como insectos

hostiles”; que las casas tengan puerta, que preserve su intimidad, para la que

no existe otra descripción más que la de “ala de madera”, porque en su aldea,

desde luego, ninguna casa está cerrada: no existe la privacidad (tampoco la de

las posesiones, como veremos más adelante).

En resumidas cuentas; sus descripciones muestran una forma de vida

radicalmente distinta, con más contacto, menos pudor, más sexualidad, menos

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prisa… No les cuesta nada describir un timbre como una “glándula pectoral

femenina”, desconocer la mayor parte de las prendas de ropa (todas son

“taparrabos”) o desconocer igualmente el apresuramiento (“caminar con

pasión”); ni interpretar la mirilla de las puertas como la vigilancia típica de un

cazador desde su “atisbadero”. Tampoco es extraño que se horroricen con el

ruido de las urbes modernas y su caótico y veloz movimiento (“nuestras orejas

empiezan a silbar…”; “todos ellos gritan”; “se embisten desde dentro de cajas

de vidrio”…), que trae como consecuencia un estilo de vida en el que “el peligro

acecha por todas partes”.

En realidad, todo su estilo de vida es radicalmente comunitario y

“natural”, profundamente desconocedor de las relaciones de mercado

capitalistas, y ajeno a las transformaciones sociales que eso supone. De hecho,

una transacción comercial basada en la existencia de comercios con

escaparates en los que uno ve un producto que desea y lo compra

intercambiándolo por dinero, es para el samoano una compleja realidad en la

que aparecen “enormes cajas de cristal”, en las que las cosas que se necesitan

para vivir están expuestas y “aparecen como muy tentadoras”. Sin embargo, no

se pueden coger, “aunque se necesite con urgencia” sino hasta “después de

pedir permiso y de hacer un sacrificio”.

Si miramos con ojos críticos nuestra propia cultura, está claro que muchos de

sus rasgos son susceptibles de ser contemplados como una muestra del

absurdo y de la sinrazón en que se mueven nuestras vidas. Desde la obsesión

deportiva con todo lo que ello supone de identificación con el grupo y violencia

subsiguiente (¿os imagináis que podría pensar un extraterrestre de un “derby”

futbolístico, o de una final de la Copa de Europa?), pasando por nuestra forma

de vestir (el fenómeno de la moda: ¿por qué apurarse en comprar una ropa

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determinada que, apenas salida de la tienda, va a ser substituida por otra que

también habrá que comprar?), por el tabaquismo (¿por qué gastar dinero en

deteriorar de forma consciente nuestra salud por un producto de sabor y olor

poco agradable, y que jamás gusta la primera vez que se prueba?) o por la

televisión (¿por qué preferimos vivir vidas ajenas a vivir las nuestras? ¿Por qué

preferimos ver las cosas por la tele, a realizar esas mismas cosas en la vida

real?), hay muchos aspectos de nuestra cultura que resultan chocantes e

insólitos. E incluso podríamos decir más: profundamente irracionales e

insensatos. Sin embargo, es nuestra forma de vida, y estamos contentos con

ella…

Este tipo de ejercicio

ayuda a ser crítico con

la cultura propia. Para

ser más precisos,

ayuda a ser

autocríticos, porque

ser críticos con lo que

nos es extraño y

externo es mucho más

fácil (“ver la paja en el ojo ajeno”) que realizar esa propia actividad con las

normas, los valores y las costumbres que nos son propios y queridos (“ver la

viga en el ojo propio”); y que estamos habituados a vivir como una prolongación

de nuestro propio yo.

Con respecto a la propia cultura, nos sucede a menudo como cuando estamos

situados dentro de un bosque: creemos que lo vemos, pero en realidad lo que

estamos viendo es una serie de abedules, robles o castaños. Para ver el bosque,

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lo mejor es salir fuera de él y subir a alguna colina cercana, y eso es lo que

pretende este ejercicio.

Ahora bien: ¿es una mirada realmente objetiva la que nos está echando el

samoano? ¿Muestra una verdadera comprensión de nuestra forma de vida?

Porque a lo mejor, al salir del bosque para verlo mejor desde una colina, lo

único que divisa es una niebla que lo tapa todo. O a lo mejor, piensa que ve el

bosque desde una colina y está metido en un surco dentro de un bardial… En

realidad, la pregunta general que hay que hacerse a partir de ello sería ¿es

posible el conocimiento objetivo de otras culturas? ¿O por el contrario todas

las miradas que se dirigen hacia lo que nos es extraños nunca dejan de ser

subjetivas, y tan sólo capaces de centrarse en lo anecdótico, en lo superficial,

sin comprender profundamente la verdadera forma de vida de quienes son

radicalmente diferentes…?

Está claro que hay dos posibles respuestas. Una de ella vendría a decir que el

conocimiento objetivo de otras culturas no es posible: nuestros prejuicios,

nuestros propios valores, nuestro lenguaje, nos encierran en nuestros propios

puntos de vista y nos impiden comprender en realidad aquello para lo que no

han sido pensados. La respuesta contraria y alternativa diría que en principio,

el conocimiento objetivo de otras culturas es posible. Y si no un conocimiento

perfecto, al menos un conocimiento parcial. Al fin y al cabo, con este ejercicio

de ida y vuelta que acabamos de realizar, ¿no hemos adquirido un conocimiento

objetivo de nuestra propia cultura y de la samoana?

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Llegados a este punto no le daremos más vueltas a estas cuestiones, y las

plantearemos dentro del marco general de las visiones que unas culturas tienen

de las otras: el relativismo cultural y el etnocentrismo.

RELATIVISMO CULTURAL Y MULTICULTURALISMO

Un antropólogo llamado Pike desarrolló buena parte de sus reflexiones al hilo

de lo que comentado anteriormente.

Según él, hay dos posibles visiones de las

culturas, que el denomina,

respectivamente, visión emic y visión

etic.

La visión emic vendría a ser algo así

como la visión interna, y la etic, la

externa. Esto es así porque en todas las

culturas hay elementos muy chocantes,

exóticos o relevantes que se aprecian a

ojo y de un solo vistazo (por ejemplo, levantar la hostia en la consagración),

pero cuya comprensión interna (la comprensión real y profunda de las

motivaciones, intenciones, pensamientos y emociones religiosas y espirituales

que hay detrás de ello) son muchísimo más complejas y ricas en significados y

matices. El razonamiento de Pike, llegado a este punto, es radical: los seres

humanos sólo podemos tener una visión emic de la cultura que nos es propia; y

sólo podemos tener una visión etic de la cultura que nos es ajena. Nos es

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absolutamente imposible comprender una cultura ajena en sentido emic; del

mismo modo que nos es imposible mirar la cultura propia en sentido etic.

¿Por qué sucede esto? Por que cada cultura tiene su propio lenguaje, su propia

red de interpretaciones, sus propios sistemas para valorar y comparar, para

juzgar y para analizar, que nacen dentro de ella y que únicamente son válidos

para ella misma. Pretender conocer una cultura con el lenguaje y las

herramientas de análisis de otras es como pretender calzar un zapato del pie

derecho como guante de la mano izquierda, o ponerse un jersey como prenda

para las extremidades inferiores. Las distintas culturas son inconmensurables,

son incomprensibles entre sí.

Basándose en puntos de vista similares a este expresado por Pike, surge la

postura del relativismo cultural. Expresa una de las dos teorías fundamentales

en relación a los juicios de valor sobre las diferentes culturas: no hay culturas

mejores ni culturas peores; apenas hay manera de decir que un elemento

cultural es superior o inferior a otro. Todas las culturas son igualmente

buenas, igualmente válidas e igualmente adaptativas. Sin excepción, las

culturas son igualmente valiosas y expresión de la multitud de posibilidades

culturales humanas en sus necesidades de adaptarse a las variadas condiciones

de existencia que se le presentan. Ninguna cultura puede presentarse como

bandera del desarrollo, de la civilización, o de la expresión de lo

auténticamente humano, frente a lo que las demás culturas serían los salvajes,

los bárbaros o los primitivos.

Y esto sucede como respuesta a esta simple pregunta: ¿cómo vamos a juzgar lo

que no conocemos ni podemos conocer? Para estimar que el sistema de

relaciones internas de los yanomamo es inferior al nuestro, deberíamos

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conocerlo en su sentido interno (emic); y eso únicamente sería posible si

fuéramos unos yanomamo: no basta con fijarse externamente en las conductas

que nos llaman la atención (perspectiva etic). Pero no podemos ser a la vez

yanomamo y occidentales; no podemos pensar en los términos mentales de uno

y otro a la vez. Por lo tanto, hay que admitir que ambas culturas, para sus

miembros, son igualmente buenas y válidas, y ninguna es superior a la otra.

Ambas dos cumplen las funciones que son propias de la cultura humana, por lo

que no cabe hacer ninguna otra valoración.

Los aspectos positivos

del relativismo cultural

son muy abundantes.

Reacciona contra el

racismo biológico y

cultural y contra el

colonialismo. Nos ayuda

a ser humildes y a

pensar que los

occidentales no somos

el centro del mundo,

los más desarrollados y los más avanzados, los más sabios y los de más elevada

moralidad. Todas las culturas tienen muchas cosas valiosas, y en definitiva,

visiones del mundo de elevadísimo interés y riqueza. Nadie puede considerarse,

por su origen cultural por encima de otros pueblos; nadie puede aspirar a

encarnar en exclusiva la humanidad en sus propios valores y a juzgar a los

demás con desprecio. Teniendo en cuenta lo que los occidentales hicimos (y

hacemos) con nuestras conquistas y nuestras transformaciones por la fuerza

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en continentes como África, y muchos otros ejemplos, nunca está de más

reforzar estas actitudes.

Ahora bien: el relativismo cultural encierra graves problemas. La mala

conciencia europea por las peores consecuencias de su pasado, y por los

desmanes y crímenes cometidos sobre otros pueblos no debe enmascarar otro

nuevo peligro: el de que no hay que meterse con las culturas ajenas, el de

respetar, a ultranza lo que hagan los demás. Según el relativismo cultural, si no

se puede conocer el sentido último de la cultura islámica sin ser musulmán, y

por lo tanto no se puede criticar ni considerar peor, ¿quiénes somos nosotros

para intentar cambiar la suerte de las mujeres en manos de los talibanes, o el

destino de la desdichada nigeriana llamada Zafia (condenada a morir a

pedradas por quedarse embarazada sin estar casada)?

En la práctica, el relativismo cultural supone que al no juzgar, no se puede

criticar y no se puede intentar cambiar nada; todo está bien, y todo responde

a un sentido cultural inmodificable. El relativismo cultural promueve la

excesiva tolerancia, y no parece razonable defender la postura de que “todo

debe ser tolerado”. De esta manera, el holocausto nazi cometido sobre los

judíos debería ser visto como una expresión de la cultura aria germánica, como

un ejemplo de riqueza y diversidad cultural, ni mejor ni peor que el pacifismo y

el canto a la no violencia de Gandhi. El todo vale, significa, en la práctica: “que

todo siga igual”. O lo que es lo mismo: si no se intenta juzgar racionalmente, se

impone siempre la ley del más fuerte, la razón de la violencia.

Más aún: este problema se agrava en la medida en que la cultura occidental es

definitiva e irreversiblemente multicultural. La sociedad occidental ya no

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responde con exactitud al patrón que esbozábamos sobre el Texto 9; el

multiculturalismo es la situación real en buena parte de las ciudades

occidentales. Buena parte de la población tiene un origen y una determinación

cultural en ocasiones radicalmente diferente (islámica y africana,

fundamentalmente), y viven entre nosotros, compartiendo leyes y espacio

físico.

¿Qué se va a hacer en esas circunstancias? ¿Tolerar que en París, o en un

barrio de Santander las mozas originarias de Costa de Marfil vean su clítoris

extirpado en casa al llegar a la pubertad? ¿Tolerar que unos paquistaníes no

envíen a su hija a la escuela porque es mujer? Al fin y al cabo, nunca podríamos

llegar a entender el sentido último por el que lo hacen, así que ¿por qué

impedirlo? El relativismo puede abocar a este tipo de situaciones.

Para los que mantienen la postura multiculturalista, versión descafeinada del

relativismo cultural, en cierto sentido sí: los occidentales debemos asumir de

una vez por todas que Occidente será definitivamente multicultural, y cada

vez más. Por lo tanto debemos aprender a convivir con culturas diferentes

siendo conscientes de que no se integrarán en nuestros valores; deberemos

respetar y tolerar los suyos salvo en

los casos más flagrantes de

contradicciones con los derechos

humanos o con las legislaciones del

país de acogida, que en ocasiones

será preciso cambiar. El roce

cultural acabará limando aristas,

suavizando los aspectos más

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radicales de esas culturas y favoreciendo la convivencia, además de

enriqueciéndonos a todos, dándonos a los occidentales una perspectiva más

crítica y amplia y menos egoísta… No es una postura individualista, puesto que

cree que los pueblos, etnias o culturas tienen derechos colectivos, antes que

sus sujetos miembros derechos individuales.

Con ejemplos concretos: un multiculturalista se opondrá a la ley del velo

francesa, o a la polémica de los ginecólogos; solo traerá enfrentamientos y la

idea de que los occidentales no queremos a los árabes. Si dejamos que una

muchacha árabe venga a clase con velo y no haga gimnasia porque hay hombres,

y disponga siempre de mujeres ginecólogas conseguimos más que si le

obligamos a cursar los mismos estudios que el resto de los franceses o le

obligamos a ser atendida por un ginecólogo varón si está de guardia, en cuyo

caso ni siquiera vendrá a clase o al hospital a dar a luz, y se radicalizará en una

visión islamista de la sociedad. (La mujer que posee ese derecho, por cierto, no

lo posee por ser Amina Hadid, ciudadana de la república francesa, sino Amina

Hadid, miembro de la comunidad árabe-musulmana).

ETNOCENTRISMO Y UNIVERSALISMO

El problema es que el punto de vista contrario no posee menos connotaciones

negativas. El punto de vista del que hablamos es el del etnocentrismo. Consiste

en considerar una determinada cultura (“etnia”) el centro de todas ellas. Con

otras palabras: hay culturas mejores y peores, culturas superiores y culturas

inferiores; culturas más civilizadas y desarrolladas, y culturas más primitivas y

salvajes. Hay una cultura que es superior a todas las demás y es el patrón

objetivo con el que se comparan todas las demás. La cultura superior es el

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modelo de desarrollo humano al que las demás se acercarán más o menos según

sean mejores o peores. Curiosamente, este punto de vista suele asignar a la

cultura propia ese papel; no se conocer ningún etnocentrista que asigne ese

papel a culturas ajenas a la suya, o más débiles, o más pobres, o de otra raza…

(Al revés de lo que decía Pike, para defender este punto de vista, es también

necesario defender la idea de que es posible el conocimiento objetivo de esas

otras culturas que se colocan en un segundo plano; sin tener un mínimo

conocimiento fundado de las culturas ajenas mal se puede sostener que son

inferiores, bárbaras o primitivas y de escaso valor.)

Son muchos los elementos negativos asociados al etnocentrismo, seguramente

más que los asociados al relativismo cultural. (Por cierto, el etnocentrismo se

conoce también con el nombre de “eurocentrismo”, por haber sido la europea –

u occidental- la cultura que más a menudo se ha visto como cultura dominante y

superior; sin embargo, muchos otros pueblos han sido o siguen siendo,

etnocentristas –y nos consideran a nosotros primitivos e inferiores). Esos

elementos negativos ya han sido comentados en el apartado anterior: el

etnocentrismo ampara el racismo, el colonialismo, las conquistas por la fuerza,

la xenofobia, el desprecio por lo extraño, el odio a lo diferente, el complejo de

superioridad, la aculturación (significa: despojar a una persona de los

elementos culturales que le son propios), y la destrucción de buena parte de la

riqueza y la diversidad cultural humana.

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Parece ser, por lo tanto, que entre el relativismo cultural y el etnocentrismo

nos encontramos entre la espada y la pared. Esto sería un auténtico problema

filosófico: entre dos posiciones incompatibles, negativas ambas, no tengo una

tercera posibilidad para escoger. Y sin embargo, tendré que construir valores

y formas de conductas, y enfrentarme a una realidad social multicultural (si no

en Valdés o Navia, sí en Gijón o Madrid). ¿Qué debo pensar? Para eso no hay

una receta.

Sin embargo, puede ayudar en esas reflexiones conocer antes los elementos

positivos que se encuentran en el etnocentrismo, que también los hay. Dentro

de la cantidad de barbaridades amparadas por el etnocentrismo existe, en lo

profundo, una idea positiva. Esta idea es el universalismo. El etnocentrismo no

es bueno, pero esconde dentro de sí mismo la pretensión universalista, la

pretensión de aplicar el mismo criterio absolutamente a todos los individuos

sin excepción, y aplicar el mismo juicio de valor a una niña nigeriana, yanomamo

o finlandesa. Nada puede ser bueno y deseable para una, y no serlo para otra.

El universalismo es la correspondiente versión descafeinada del

etnocentrismo. En realidad afirma que existe una diferencia entre la cultura

occidental y el resto de las culturas. Es la única que no se ha mirado al ombligo

y que ha sido crítica consigo mismo, así como establecido mecanismos

objetivos conocimiento, de comportamiento políticos, de racionalidad

tecnológica, válidos mucho más allá del ámbito en el que nacieron. Es la única

forma cultural que no intenta disolver el individuo en la tribu, sino disolver la

tribu en sus individuos (el nacionalismo, evidentemente, es una reacción

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antiuniversalista). No es casual que por ello sea la cultura más sólida y

extendida por el planeta.

Veámoslo con varios ejemplos: la Declaración de los Derechos Humanos nace en

el seno de la cultura occidental, es una ocurrencia de una serie de filósofos

ilustrados nacidos en la sociedad burguesa londinense y parisina del siglo

XVIII que se estaban ocupando a la vez de la Revolución Francesa, son

difíciles de trasladar a

otras circunstancias

históricas y culturales y a

todos los seres humanos…

pero esconden esa

maravillosa pretensión, esa

maravillosa ambición. Dicen,

sin ir más lejos, que no se

debe discriminar por

razones de sexo, argumento

que a un talibán le resultará

insólito y sin sentido; pero

desde mi punto de vista, esa

ambición universalista es el único motor de cambio para una humanidad más

justa y más feliz, aunque sea a costa de la desaparición de gran cantidad de

diversidad cultural. Por eso Amina Hadid para ser una alumna debe venir a

clase sin velo, y para ser una paciente, al ginecólogo que le corresponda. Así se

construye la dignidad individual de una persona.

Ahora bien, seguramente un relativista cultural no esté de acuerdo con este

planteamiento, y seguramente tendrá razón también… (yo no lo creo así, pero

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es mi opinión). Por eso decíamos que se trataba de un verdadero problema

filosófico, y lo que caracteriza a este tipo de problemas es precisamente el no

tener solución.

Ahora un fragmento para la reflexión, de un rapsoda de hip-hop francés (y

árabe) procedente de los mismos barrios donde sucedieron los disturbios que

todos conocéis. Lamento desconocer su autor, así como citarlo de memoria,

traducido del argot francés de los barrios, tras escucharlo por la radio.

Vendría a decir (¿rapear?) así: “si quemas el coche de un vecino/tan jodido y

puteado como tú/a lo mejor eres un puto moro/eres un puto negro, eres un

mierda parado/vives en un puto piso/junto a otros putos yonquis como tú/pero

no a lo mejor sino seguro/que eres una puta mierda”. Dejando a un lado obvias

consideraciones estéticas sobre su poética, valoremos sus intenciones:

¿multiculturalista o universalista?