Relatos taller 2009-2010

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2010 Biblioteca Pública Latina“Antonio Mingote” ICM [RELATOS DEL TALLER DE ESCRITURA CURSO 2009-2010]

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Reúne los relatos realizados por los participantes del Taller de Escritura Creativa de la BP Latina

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Biblioteca Pública Latina“Antonio Mingote” ICM

[RELATOS DEL TALLER DE

ESCRITURA CURSO 2009-2010]

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Contenido El genio de la lámpara ................................................................................................................... 3

La piel fría ...................................................................................................................................... 4

ME GUSTA ................................................................................................................................. 6

MAYOS Y MAYAS ........................................................................................................................... 7

EVARISTO ....................................................................................................................................... 9

BEATRIZ ....................................................................................................................................... 11

CARNAVAL ................................................................................................................................... 15

EL ROBLE RIL ................................................................................................................................ 17

EL RACIONAMIENTO.................................................................................................................... 19

La evolución de Alejandro ........................................................................................................... 21

Describir un momento de especial tensión, duda, dolor, espera, incertidumbre… ................... 24

Duda razonable .......................................................................................................................... 25

Pesadilla ...................................................................................................................................... 27

En el Museo ................................................................................................................................. 28

Sueño ........................................................................................................................................... 29

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El genio de la lámpara

Ahí estaba, frente a mí, majestuoso.

Sus ojos parecían guardar un profundo misterio, a la vez que te hacían sentir completamente seguro.

Yo había meditado mucho cuáles serían las tres preguntas que le haría.

La respuesta a la primera fue: "Cuando menos te lo esperes".

La segunda fue contestada así: "Sólo cuando ames de verdad".

Y la tercera simplemente fue: "Sí".

Quizás tú también te hayas preguntado lo mismo que yo alguna vez...

"¿Cuándo moriré?"

"¿Encontraré algún día el amor verdadero?"

"¿Existe Dios?"

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La piel fría

El Marqués entró silencioso pero con paso firme y decidido en la sala principal del Casino, ya abarrotada a aquellas horas confusas y peligrosas en que la noche empieza a llamarse madrugada.

Algunos, al verle llegar, se asombraron por la valentía que demostraba al presentarse allí después de todo lo que había llovido sobre él, sobre su nombre y su familia en los últimos meses. Hasta hubo quien le admiró secretamente por su valor. Quienes le conocían mejor ya le esperaban y no se asombraron por tanto de nada. Su llegada abrió muchas bocas, cerró otras tantas y convirtió una noche que se auguraba de lo más aburrida en un hervidero de chismes y murmuraciones a cuenta del esquivo Marqués y su sorpresivo regreso al seno de la sociedad local.

Aquel hombre enjuto y prematuramente avejentado, saludó con desgana a unos e ignoró a otros. Le hubiera gustado poder mostrarse más efusivo y locuaz con aquellos que si le habían acompañado en las horas que sucedieron a la muerte de la Marquesa y sobre todo con los que a lo largo de mucho tiempo le habían frecuentado prodigándole su amistad y haciendo caso omiso de los rumores y maledicencias que siempre, desde su más temprana juventud, le habían perseguido.

Sin embargo, el Marqués prefirió refugiarse en el silencio y trató con la misma frialdad e indiferencia tanto a amigos como a enemigos durante el tiempo que estuvo sentado a la mesa de juego. Los que le conocían bien y le apreciaban sinceramente entenderían las razones de su actitud y los que no, le importaban menos que nada.

El legítimo heredero de una de las mayores fortunas de la localidad, la provincia y puede que del país, no había hecho en su vida más que trabajar para cuidar y multiplicar ese patrimonio. Si algo le sobraba al Marqués en ese momento concreto de su vida eran el dinero y la soledad. Por eso, cuando hubo ganado por cuarta vez y no aguantó el aburrimiento, abandonó la mesa y a sus compañeros de timba sin dar explicaciones y se guardó en el bolsillo sin contarlo, pese a que era una gran suma, el dinero que había ganado.

Desapareció por la misma puerta por la que había entrado horas atrás, ignorando como había hecho toda su vida, las miradas que como puñaladas se clavaron en su espalda y le acompañaron hasta que abandonó la sala y mucho después. Algunas eran de pena, otras de conmiseración y las hubo también de sincero y profundo desprecio.

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El camino de vuelta a casa lo hizo tranquilo, sin prisa, disfrutando del aire fresco de la noche o tal vez de una ilusión tan vana como efímera. La de poder alargar indefinidamente el tiempo y no llegar nunca a esa casa tan vacía sin ella.

Finalmente y a pesar de que había tratado de ralentizar todo lo posible sus pasos y su caminar, se vio frente a la puerta del señorial palacio y abrió él mismo la pesada puerta de hierro forjado.

Nada más fallecer la Marquesa, habían sido despedidos todos los criados y esa noche, el Marqués se alegraba más que nunca de haber tomado esa decisión. El abandono que desde hace meses, desde que se había quedado solo, sufría la propiedad tanto interior como exteriormente, le puso las cosas aun más fáciles. Sin más dudas, ni vacilaciones se preparó para llevar a cabo la decisión ya impostergable y definitiva de quitarse la vida.

Una vida que no tenía sentido para él desde que su madre había muerto. Ella había sido su única amiga, su única compañera en los buenos y los malos momentos. La única presencia femenina que había llenado su existencia sin alterarla. La única mujer que le había querido incondicionalmente a pesar de todos sus defectos.

Las demás mujeres que habían pasado por su vida, tan pocas que podría contarlas con los dedos de una mano, solo buscaban apropiarse de su dinero o de su alma como insistía hasta el cansancio la Marquesa.

Hubo una que incluso había intentado adueñarse de las dos cosas al mismo tiempo; de su fortuna y de su corazón. Tal fue el caso de aquella muchacha tan bella como insolente llamada Alicia, a quien “mamá” detestaba, y cuyos huesos descansaban ahora en algún lugar ignoto de la propiedad familiar, entre el jardín y el patio trasero.

Descansaba allí en castigo a su osadía. Fue tan osada como para arrancarle a la fuerza unas palabras de amor que él nunca hubiera querido decir. Como para intentar convencerle de que había alguien en el mundo mejor que “mamá” y como para intentar alejarle de esa casa, del único hogar que él había conocido y deseaba conocer.

Mientras se preparaba para ingerir el mismo veneno que “mamá” y él le habían dado de beber a la insensata Alicia en su última noche entre los vivos, el Marqués sintió paz.

Le dio una gran paz la constancia de que esa noche, en cuestión de minutos tal vez, se quedaría dormido y ya no despertaría. Dejaría de sufrir por la ausencia y la soledad y descansaría para siempre muy cerca de las dos mujeres que más había amado.

Mamá estaba en el panteón y Alicia en el jardín, rodeada por todas esas flores que a ella tanto le gustaban. Muy pronto se reuniría con ellas.

A una de ellas había tenido que matarla para conservar el cariño de la otra, de la más importante, de la que le había dado la vida. Una vida que ahora él le devolvía casi tan intacta como la había recibido.

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Me gusta

Me gusta hacer camino con los pies, cayado en mano y morral al hombro.

Me gusta la compañía de ese amigo fiel que nunca pone en entredicho mis negaciones y querencias.

Me gusta vagar por el campo, dejarme inundar por su flora y escuchar a la fauna dar la bienvenida a un antiguo predador reconvertido.

Me gusta hacerme querer por el arroyo, beber su risa, sentarme en su regazo y cantar a dúo nuestras más íntimas canciones.

Vivir no es visitar aquellos lugares recónditos y paisajes idílicos, pero cuando los visito, vivo. Vivo cuando camino por el embrión de las montañas; sendero ondulante, ladera suave, collado pardo. Ora me llega el tintineo de unas esquilas, ora me trae el viento el canto del perdigón, ora una alondra se remonta sobre mi frente y su rizo peculiar se confunde con mis emociones.

Me gusta ver saltar la liebre del ribazo y seguir su estela con mi alma vestida de azul.

¡Ay!, cómo anhelo tocar el Cielo con la mano… Ni las más profundas barrancas ni los más agudos picachos me subyugan el ánimo de trepar hasta lo más alto de las cumbres, abrir mi zurrón inmenso y guardar en él un pedazo del Infinito. Muero por sentarme allí sobre la silla pétrea y mirar las nubes de arriba hacia abajo; hablarles de tú a tú y, al menor descuido de éstas, rasgarlas con toda la fuerza de mi voluntad y poder ver allí abajo, en lo más hondo del valle, un grupito de casas, apenas perceptibles, donde mi nostalgia tiene su morada. Y un poquito más abajo, junto al olmo milenario, un lavadero sabedor de mil secretos y un patio de escuela rumiando sus antiguas algarabías mañaneras son testigos de un prometedor otoño que nace allí mismo, junto a la fuente de los cinco caños, para irse estirando, en constante culebreo, por los sotos y praderas que acompañan al arroyo.

Después, unas callejas empedradas y unos balcones enrejados esperan mi retorno, deseosos por saber de aquél lugar donde se toca el Cielo con la mano, aquél lugar, al cual acabo de proclamarlo patrimonio de mi reino.

Para aquello que no me gusta, no tengo palabras.

Pío Mª Yagüe

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MAYOS Y MAYAS

Unos días antes de la fiesta de “Los Mayos” había mucha ilusión dentro de mí. Ello hacía que me pasara el día tocando la flauta y canturreando delante del rebaño. Cómo estaría mi cuerpo que, una tarde que se vino el perro de Abundio conmigo, hasta le di dos besos en la cara. Luego el “Quico” me miraba así, de una manera como diciendo: “¡Pero tú de qué vas!”

Y todo porque una noche, después de cenar, me vi, al azar ¿eh? al azar, con María, en casa de Adán. Ella fue a comprar un cuarterón de tabaco y un librito para su abuelo Beteta –su padre no fuma– y yo a comprarme unas albarcas. Y es cuando le dije: “Pocos días faltan para la fiesta de los Mayos, María”. Y ella: “Sí, Pocos. ¿A quién tienes pensado de echarte por Maya, Pipo?” me preguntó ella a su vez. “Porque ya sabes que a las chicas nos gusta saber lo que se cuece en estos días, aunque sólo sean rumores…” Y como lo dijo así, poniendo los labios de una manera que yo no sé explicar, fue el momento en que me ocurrió lo mismo que aquélla noche de marras, en mi propia casa, cuando fue a buscarme para que le apañara la pata a la borrega, que, de repente, las piernas se me hicieron de algodón y estuve en un tris de irme al suelo, y esta vez con un calor en la cara, también, que no sabía yo ni qué pensar. Aún pude decirla, con un hilo de voz, que me gustaría tener por “Maya” a la nieta pequeña del tío Beteta, y que si la conocía. La risa que le entró a la zagala allí, con Adán y la Requeja como testigos, no se me olvidará nunca; parecía, enteramente, que se reía un Ángel. Luego se puso una miaja seria y dijo que, con tal de que no le oliera la boca a tabacazo, que le daba igual un “Mayo” que otro.

Preciso fue aquí donde nació ese contento que tuve metido en el cuerpo durante días, porque, si sólo era eso, por mí no iba a quedar; este año, costara lo que costara, mi “Maya” sería María, y como ese día se tiene preferencia para bailar con ella, yo estaba como subido en una nube. Luego, la misma noche del 31 de abril, en el salón del Ayuntamiento, durante la subasta de las “Mayas”, ocurrió lo que dicen que ha ocurrido toda la vida, que cuando se ve a un gachó que tiene interés por esta o aquella moza, se le aprietan las agujetas.

Este año era Mateo el mozo de la “porra”, y en dos ocasiones ya había pronunciado, para mí, el esperanzador ultimátum: “¡a las tres menos cuarto!”, y estaba a punto de dar el garrotazo encima de la mesa y gritar: “¡a las tres! La María para el Pipo en ciento cinco pesetas!” Mas en ese momento sonó la voz del “metepatas” de turno –en este caso fue Luis, el Calabaza– subiendo una peseta más. A partir de ahí mi voz se fue apagando y, también, todo hay que decirlo, me faltaron las fuerzas para dar un puñetazo encima de la mesa y decir fuerte y claro, con voz de macho cabrío: “¡Doscientas pesetas por María!”, y ahí se hubiera acabado la historia.

Al final mi “Maya” fue Vence, precisamente hermana de María, cuatro años mayor que yo, y lo fue por culpa de haberle pisado, yo también, el callo a Tasio, el Farfolla. Sin embargo, al día siguiente, en el baile, cuando surgió lo de bailar él con mi “Maya” y yo con la suya, que era

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Constanza, –no siendo María a mí me daba igual–, no se cansaba de decir: “¡Pipo, eres un tío grande!”

Ahora han pasado unos días desde aquello y no he vuelto a tocar la flauta, ni a canturrear delante de mi rebaño, ni a darle un par de besos al Quico; no me lo pide el cuerpo. Y no me lo pide el cuerpo porque, ese mismo día de fiesta, cuando fuimos Luis, el Calabaza, y yo a casa de las hermanas para llevarlas al baile, pude ver lo contenta que estaba María de tener el “Mayo” que tenía y lo guapa que estaba con la permanente que se había hecho y el ricito que le caía sobre la frente.

Luis, el Calabaza, no es tan alto ni tan fuerte como su hermano Tino, pero, según la propia María, era un “Mayo” muy aparente, y yo, cuando la oía hablar así me callaba, pero eran rasconazos que me llegaban al alma.

Su hermana Vence también tiene su qué ¿eh?, que conste, y, tocante a lo que me sopló Alejo, el Sarna, aquélla noche de marras de que si me miraba con buenos ojos, o la propia Vence disimula muy bien o de lo dicho no hay nada, cosa que me tranquiliza.

Aún nos sujetó un buen rato, allí en su casa, el abuelo de las hermanas. A Luis, el Calabaza, no le conocía y cuando le dijo el nombre de sus padres levantó los brazos y exclamó: “¡Ah, sí hombre; de los Pechugas. Güena familia”!

Respecto a mí, nada más verme, lo de siempre: “Ven. Acércate, mozalbete, que te vea más de cerca. ¡Retruéngano! y cómo te paices a tu agüelo Florentino. El caso es que le das un aire, también, a tu otra agüela, a la Marieta que en Gloria este, la mujer de tu agüelo Roberto, ya sabes. La probecica, con lo salá que era y qué pronto feneció. Pero lo que te decía enantes, que ties el picaño de los Rapucho, no lo pues negar”. Aquí, el anciano cogió un poco de aire, se ajustó la boina y continuó: “Güeno, hombre, güeno. ¿Qué te trae por aquí? Te veo un poco nerviosillo. ¿No andarás al rastro de alguna de mis nietas, eh?”

“Hoy es el día de Los Mayos, tío Beteta”, le dije yo.

“¡Retruéngano…!

Pío Mª Yagüe

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EVARISTO

¡Qué cosas! Desde el día que estuve con Evaristo en el Cerro del Moro y lo encontré tan desastrado y pobretón, como si me hubieran grabado en la frente, a punta de navaja, la idea de compartir con él, algún día, mi propia merienda. Y ha sido este mediodía, que hemos coincidido, con nuestros rebaños, en la ribera del río Tajo, donde el Pozo del Ahogado. Yo, ya ves tú, menudo relumbrón: un cuarto de hogaza y un par de torreznos llevaba, y como los dos teníamos buena gazuza, nos han sabido a gloria.

Él, a su vez, me ha engurruñado el alma al decirme que ni un trozo de pan duro le quedaba en casa, y que se le había ocurrido echar de merienda un par de patatas para asarlas cuando el ganado le dejara un rato libre, porque ahora, desde que el zorro le matara las gallinas, que ni una triste tortilla podía hacerse.

Tenía ganas de hablar Evaristo. Me ha comentado, así como de una forma amigable y confidente, que de la manera que vive no puede continuar mucho tiempo. “Pipo, esto te lo cuento a ti”, me decía. “Yo seré el Evaristo, sí, que para algunas gentes del pueblo es lo mesmo que decir el modorro, el desgraciao, el haragán, el muerto de hambre, el que se ahoga en una jícara de agua, y ahora ya hasta el piojoso del pueblo me llaman. Claro que, viendo las trazas que llevo, no es cosa chocante que la gente me aborrezca y me miren como a mula paría. ¡Pero que sepan tos ellos, y esto lo hablo mu fuerte, que la cabeza la tengo donde tol mundo, y también tengo alma y sentimientos, lo mesmo que ca uno, y por las noches, solico en la cama, en medio de un silencio que corta el resuello, lloro mi situación, como alguno llorará la suya y no lo dice, porque sé distinguir entre una vida normal y una vida arrastrá y miserable como la mía. Parece hasta mentira, Pipo, la labor que hace una mujer en casa, aunque sea vieja y llena de achaques. Mi madre era vieja y llena de achaques, pero ella se encargaba del cochino y de las gallinas y del güerto y arreglaba la casa como podía. Ella me apañaba la ropa también y, cuando yo llegaba de labrar, o de las ovejas, me encontraba la cena encima de la mesa y la merienda pa el otro día metía ya en su talego. ¡Ay, Dios, Dios y lo que es tener una mujer en casa, Pipo! No lo sabes bien hasta que no te quedas solo. Un día tuve ocasión de casame con una viuda del pueblo de al lao y a última hora la cosa se esbarató no por que la gente dijera: “el que a fuera busca apaño, o va a engañar, o va engañado”, sino por no dejar a mi madre solica en casa, recién viuda. Otra vez estuve pa ime con mi hermano Mariano a la Argentina, y lo mesmo; y coste que no me arrepiento de ná, Pipo, ¡de ná!, pero, y ahora ¿qué? No, asín no puedo vivir; me muero de necesidá y de miseria”.

Y Evaristo se fue ribera abajo, siguiendo su rebaño, después de darme las gracias por compartir con él mi merienda. Yo, desde atrás, podía ver cómo se hurgaba en los ojos con la mano; ¡sí,

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he dicho bien!, con la mano, porque una sola tiene desde que se dejara la otra en una trinchera allá por el Ebro.

Ayer comenzó la escuela nocturna. Catorce mozos acudimos a clase, más tres chicos quince añeros que están a punto de pagar la ronda: Pascualín, el Cabrero, Luis, el Calabaza, y Loren, el hermano pequeño de Toña, la Riscalba, que también les hace falta aprender, como a los demás.

Doña Palmira, que no tiene pepita en la lengua, bien claro lo dijo después de darnos la bienvenida a todos, que si alguno de los allí presentes iba, como otros años, a pasar el tiempo, que mejor se quedara en casa. También habló de que cada uno lleváramos un “brazadiño” de leña partida para la estufa, que ella, con lo que le pagan, no podía permitirse el lujo de gastar la que tiene para la cocina. Luego nos fue preguntando, uno por uno, lo último que habíamos estudiado o aprendido el año pasado. Esto, preciso quería saberlo para ver la situación de cada uno, que por otra parte es natural. Cuando llegó a mí, me entro una cosa, así por la nuez, que por un momento me sentí como una oveja cuando come pienso con ansia y se añusga. Malamente pude decir que el año pasado casi aprendí a dividir por una cifra. Ella entonces se echó a reír y dijo: “No tuviste tiempo, Pablo; pero este año seguro que aprenderás”. Me sonó raro lo de “Pablo”.

También nos preguntó doña Palmira si alguno de nosotros habíamos leído algo durante el resto del año, pero nadie abrió el pajar. Solo Luis, el Calabaza, que también es un poco chulillo, como su hermano Tino, se agazapó en su asiento y dijo así, como amortiguando la voz: “¡Miá leer…!” Y fue entonces que me vino a la memoria –ya ves tú qué bernejía– si el haber leído hace años, siendo monaguillo, el Evangelio, según San Mateo, valdría de algo, pues Don Ángel, el cura, bien que nos lo machacó a su hijo Sergio y a mí.

Pío Mª Yagüe

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BEATRIZ

Beatriz nació en una sencilla familia de gente y vida corriente, en una ciudad no demasiado grande. Realizó sus estudios en un colegio religioso sacando notas bastante aceptables. La Universidad no se le dio mal del todo y obtuvo su licenciatura de Magisterio sin contratiempos. Su padre, orgulloso la felicitó efusivamente.

- Buen trabajo, dijo -. “Sobresaliente”

Su madre, tan pálida como casi siempre, con una de sus terribles jaquecas que la dejaban sin ganas de hablar.

- Si – dijo -. “Buena chica”

- ¿Qué tal te ha sentado recibir las notas? - - Muy bien, papá - Ya lo sabía, dijo su padre. Incapaz de contenerse, le dio un efusivo achuchón y le

plantó un cariñoso beso.

Por su intuición femenina supo que era el momento ideal para que su padre no le negara nada

- ¿Va todo bien, Beatriz? - Sí - ¿Necesitas algo? - Papá, quiero pedirte algo. - ¿A que te refieres?

Beatriz, esperó al ver que su padre arrugaba el ceño. Pasado un rato habló de nuevo.

- Papá quiero irme de viaje fin de carrera al extranjero

Se produjo un breve silencio. Luego con la mirada inquisitiva y hablando en voz

baja, su padre murmuró.

- ¿Un viaje al extranjero?... qué sorpresa. - No se exactamente a donde, - le dijo Beatriz a su padre. - ¿Pero estás segura que quieres viajar sola al extranjero? - Beatriz asintió. Sola no, voy con mis compañeros de facultad. - El padre se tapó los ojos con las manos y suspiró. ÉL sabe muy bien que cuando su hija

decide algo no hay quien la pare. ¡La verdad es que se lo merece! - Venga papá -. ¿Hay algún problema? - No, -. Está bien, dijo su padre con una sonrisa que no logró ocultar su desazón. ¡Por su

puesto!

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El día anterior a su partida, la madre de Beatriz tensa trataba de disimular su inquietud esbozando una sonrisa, aparentando normalidad y hablando animadamente mientras ellos se tomaban un café, ultimando los pormenores del viaje.

Como estaba previsto, se marcharon a su viaje fin de carrera. Eran un grupo de jóvenes licenciados con ganas de divertirse y pasarlo bien sin la mirada sofocante de sus padres. En primer lugar fueron a las islas Británicas, visitando: Inglaterra, Irlanda y Escocia, donde tuvieron que poner a prueba su nivel de inglés. Algunos se dieron cuenta que tendrían que volver y quedarse por lo menos tres meses para poder mejorar su pronunciación.

En ferry se trasladaron a Francia disfrutando de su campiña, visitando sus castillos y por fin Paris. Los museos, plazas, jardines, monumentos, una cena con música romántica en el bateau-mouse a lo largo del Sena y por supuesto la visita a la Torre Eiffel, terminando con una copa de champagne en el emblemático Moulin Rouge. Fue con diferencia la visita al Palacio de Versalles lo mejor y lo más inolvidable del viaje, no tanto por lo grandioso del Palacio del Rey Sol ni por lo espectacular de sus jardines. Para Beatriz lo más inolvidable fue cuando a media tarde pusieron música clásica por megafonía en los jardines de Palacio. Todos se tumbaron en el césped en silencio a escuchar la música. Fue entonces, cuando Beatriz sintió que una cálida mano apretaba la suya, mientras escuchaban una romántica sinfonía. Beatriz y Ricardo se miraron cara a cara reflejando como en un espejo su incipiente enamoramiento. “Esto fue lo verdaderamente inolvidable para ambos”. Los Países Bajos fueron su último destino. Salieron encantados de sus colores, paisajes y canales. Siendo en Brujas donde mejor se lo pasaron. Nunca olvidarían la alegría de sus gentes, las fiestas, las tiendas, los mercadillos de flores y esas casas tan bonitas. “Casas de cuento” le comentaría días más tarde a su padre.

El padre, encantado con la vuelta de su hija, sana y salva, la abraza efusivamente. Beatriz, ni puede ni quiere esperar y presenta a Ricardo colgada mimosamente de su brazo. Propone ir andando hasta el paseo a tomar algo. La verdad es que la terraza no está llena y consiguen sentarse todos a tomar un refrigerio. Beatriz se sienta al lado de su padre haciéndole carantoñas y Ricardo al lado de su madre. Hablan un buen rato del viaje, de los países, de las gentes y de las cosas interesantes que han visto. Alegre y feliz no para de hablar. El padre impresionado por las palabras y la alegría de su hija, permanece en silencio mirando a su mujer y nota que están a punto de escapársele las lagrimas, sin duda emocionada por la felicidad de su hija.

Beatriz y Ricardo, ilusionados con sus proyectos y tras largos meses de lucha, consiguen trabajo de profesores en un colegio de la ciudad y empiezan con la no menos ardua tarea de organizar la boda. El Padre les ayuda con la entrada de la casa y comienza la aventura de crear su propia familia.

Beatriz se ha dormido, como ha podido sucederle. Tiene cita con los de la agencia inmobiliaria para ver un par de casas a las 9:45, mira su reloj digital que marca las 8:45. Por mirarlo se clava el pico de la mesa en su muslo. No llega a caerse pero el dolor le hace parase unos segundos y soltar algunos improperios. El ascensor está ocupado por lo que se lanza escaleras abajo, avanzando varios escalones en cada salto. Para no caerse tiene que apoyarse en las paredes y acaba con las manos despellejadas. La zancada final casi la empotra contra la puerta

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de cristal, consigue frenar a tiempo y una vez fuera, corre calle abajo entre la gente que se muestra insensible a su urgencia. Por fin, después de saltar un seto para evitar dar un rodeo, llega a la parada de taxi justo a tiempo. El único que hay. Apoya la espalda en el asiento y en ese momento la radio del taxi da las señales horarias, son las 9:30 de la mañana. Le queda poco tiempo el tráfico es muy denso, mira a ambos lados nerviosa. ¡Por favor!, tengo mucha prisa. El taxista sortea varios coches, no cede el paso. Les pitan, les increpan, no se detenga. ¡Suplica Beatriz!. En la última rotonda ve el cartel de la inmobiliaria. Casi sin resuello sube la empinada escalera donde le espera una sonriente señorita con los planos en la mano apremiándole. Aún así se siente feliz por haber llegado a tiempo. Beatriz ya tiene su casa. Se despidió de la empleada a media voz, agradeciéndole su tiempo y ofreciéndole la mano con cordialidad.

Beatriz y Ricardo tras agotadores meses para acondicionar su casa, por fin se casan jurándose amor eterno con la bendición de padres y amigo. El padre se sentía un poco confundido, tal vez triste, como si de alguna manera fuera a perder a su hija, pero al verla sonreír feliz dejando ver unos perfectos dientes, siente una intensa emoción y en silencio nota como sus ojos se humedecen por la fortuna de su hija.

Exactamente nueve meses y ocho días más tarde nacería su primer hijo, Daniel. Beatriz se consideraba la mujer más afortunada del mundo y su padre el abuelo más orgulloso y protector. Daniel tiene los ojos risueños como su hija y le tiende sus manitas hacia delante, se nota que le ha cogido cariño y confía en su abuelo.

Algunas mujeres de la edad de Beatriz, meses después de dar luz su primer hijo, tienden a pensar que nunca recuperaran su figura y que sus maridos perderán el interés por ellas para fijarse en otras mujeres más jóvenes y con mejor figura. Beatriz, sin darse cuenta se deja llevar por estos pensamientos, cayendo en algo parecido a una depresión. Ya conocemos el carácter inquieto de Beatriz. Sus salidas de escena preferidas son rápidas y decisivas. De modo que inventó un pretexto para ausentarse unos días a Barcelona para cuidar a su intima amiga que había caído enferma. Beatriz se acordó que la última vez que habló con su amiga, ésta le dijo. Si alguna vez necesitas algo… - y Beatriz lo necesitaba y mucho.

Esperó un par de días para no parecer demasiado desesperada y entonces se marchó a Barcelona con su amiga. Beatriz contó a su amiga su pequeña historia, con sus temores, decepciones y dudas, le habló de su marido de su hijo y se sintió un poco incomoda. “Tal vez se veía un poco egoísta”.

- Bobadas, - dijo su amiga, tu lo que estás es aburrida y con una depresión de caballo.

- Si - Asintió Beatriz con la cabeza. - Mañana nos iremos de compras, a comer y a divertirnos. Recordaremos antiguas

escapadas, le dijo su amiga para animarla - ¿Qué te parecen mi marido y mi hijo? – le preguntó Beatriz. - Tú les conoces mejor que yo. - Ya se que va a parecerte una estupidez, pero ¿Crees tu, que mi marido me quiere

realmente?

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- Se trata de ti, - le dijo su amiga, pero no debes preocuparte, es solo una pasajera depresión. Nos divertiremos y charlaremos ya veras como se te pasa el mal rollo.

Las dudas de Beatriz, se disiparon al tercer día de estar en Barcelona, todo el día sin parar, de aquí para allá con su amiga. “Se sentía un poco ridícula e incómoda”. La ansiedad de volver con su hijo y su marido a la vez que estar cerca de sus padres reemplazó a todas sus anteriores dudas. Esa misma noche decidió volver con su familia.

Invitó a cenar a su amiga, agradeciéndole a la vez que disculpándose por sus paranoias. Para cuando la cena acabó se habían bebido una botella entera de buen vino tinto que les había convertido a ambas amigas en una especie de dúo cómico, abrazadas y sollozando sin aparente motivo.

A la mañana siguiente habló con su marido. ¡De acuerdo!, entonces te recogeremos el lunes en la estación. El tren reduce su marcha mientras avanza entre los andenes de la vieja estación, donde escasas personas esperan. Inesperadamente son atacados por una nube de insectos, obligando a Ricardo a proteger a Daniel apretándole contra su pecho, cuando justamente se para el tren. Beatriz con ajustados vaqueros azules baja del tren sonriendo al simpático joven que se ha ofrecido a ayudarle con el equipaje. Al ver a Ricardo con su hijo, tendiendo sus bracitos hacia ella se funde en un cariñoso abrazo con ellos. Orgullosa y agradecida presenta al joven a sus dos chicos.

Se le nota feliz de estar de nuevo con su familia. Son las seis del tarde y hace un sol espléndido. Una vez dejado el equipaje en casa, Beatriz propone a su familia ir a pasear y tomarse un helado. La madre se sienta al lado de Ricardo y ella entre su padre y su hijo. Daniel, cuenta a su madre que su papi le había llevado al circo.

- Y había… había elefantes muy grandes y caballos enanos y blancos y graciosos monos vestidos de fantasmas.

- Y papi me compró algodón dulce y tomamos helado de chocolate

- Y vimos una ardilla muerta en la carretera. - Y…Y…y hemos montado en los caballos del “Tiovivo” - Qué tonta he sido, pensó Beatriz con alivio. - Con los brazos abiertos - ¿Vas a darle a tu mami un gran beso y abrazo?

Hablaron un buen rato de su viaje a Barcelona. El padre impresionado por la alegría de Beatriz que no para de hablar, guarda silencio mirando a su mujer y nota su sonrisa, emocionada sin duda como el mismo por el feliz regreso de su única hija.

Domingo Jiménez de la Calle

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CARNAVAL

Después de no tener noticias de Mario, mi marido, quien hace tres horas que se fue a la tienda a recoger los disfraces, la ansiedad hace presa en mí y como una mosca encerrada en un compartimento, trato de buscar una salida a esta inesperada situación.

No dejo de preguntarme a que se referían los policías, al decirme que no me preocupara, que es completamente normal que en carnavales desaparezcan, tanto hombres como mujeres varias horas e incluso días, reapareciendo al término de las fiestas.¡Tanta apatía me exaspera! Con solo oírles el corazón me late más deprisa y no estoy dispuesta a escuchar sus teorías. Soy incapaz de esperar a un parco telegrama de la Administración, con el requerimiento de ir a la Morgue a identificar un cadáver. Este sórdido pensamiento me sobresaltó, como loca me lancé a la calle.

Lo admito: estaba furiosa.

Los policías me trataron como a una insensata colegiala enamorada, e incluso celosa. No pude evitar un mal presagio, viendo aquel gentío de ojos brillantes por la bebida y la hilaridad, que formaban un extravagante grupo de danzantes callejeros. En mis oídos, las risas se transformaban en risotadas demoníacas, acompañadas de las notas estridentes de múltiples instrumentos musicales y atronadores tambores. No sé como vencí el temor que por momentos se iba apoderando de mí. Mientras las riadas de gente bulliciosa y alegre me empujaban por calles y callejones, me asaltó un mal presentimiento. Entretanto me preguntaba como encontraría a mi marido, me di cuenta que las voces y las risas se iban extinguiendo a mi alrededor, al mismo tiempo que los estridentes sonidos musicales. Inesperadamente me encontré sola en medio de una estrecha callejuela, únicamente alumbrada por la pálida luz de la luna. Extrañada, miro a mí alrededor y verifico que me he extraviado. Di media vuelta para alejarme de aquel oscuro lugar a toda prisa. No llegué demasiado lejos. Justo cuando me acercaba a la salida de la callejuela, divisé una figura grande y lúgubre que obstaculizaba mi camino.

¡Instintivamente me detuve!

¡Contuve el aliento! – luego dejándome llevar por mi instinto, emprendí la huida volviendo sobre mis pasos tan deprisa como mis ceñidos tejanos y mis zapatos de tacón alto me permitieron. En mi huída miré por encima del hombro. La oscura figura me seguía con determinación. Giré rápidamente por un callejón, acelerando el paso entre una maraña de casas. La sombra aún me perseguía. Sobrecogida por el miedo

tropecé en la penumbra con los cubos de basura, cayendo de bruces sobre el sucio pavimento. Instintivamente levanté la vista, la horrible figura se acercaba. Con un grito de terror me puse en pie y continué corriendo. Corrí tan deprisa como pude impulsada por el pánico más

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extremo. Esperaba ser atacada en cualquier momento por la garra de aquel horrible ser, que me arrastraría hasta las tinieblas, donde no tendría escapatoria.

Por fin salí atropelladamente de la tenebrosa callejuela, aceleré el paso hasta llegar a la acera de enfrente. Apoyada la espalda en la pared y todavía sin aliento, miraba fijamente hacia donde desembocaba la siniestra callejuela. Esperaba ver aparecer la amenazadora sombra que me había estado persiguiendo, pero no ocurrió nada. Fuera quien fuera mi perseguidor, parecía haber abandonado su cacería.

Tras un ligero respiro, me separé de la pared tratando de orientarme. De repente, sentí una mano que me sujetaba por el hombro con firmeza, y vi por el rabillo del ojo una oscura figura envuelta en una capa ancha…

- ¿Silvia…? - Horrorizada, giré en redondo y vi los rasgos chabacanos de una mascara

de carnaval. - ¡Dios mío! – exclamé. Un sudor frío corría desde mi frente hasta mi pálida

cara y mis rodillas no paraban de temblar. - Perdona Silvia, - no quería asustarte. Al no encontrarte en el hotel a mi

regreso, empecé a preocuparme por ti… - ¡Joder Mario! – A pesar de la profunda indignación que sentía después del

miedo que había pasado, sonreí a mi marido. Debería haber supuesto que mi fiel Mario regresaría con los disfraces.

- ¿Silvia pasaste miedo? - Un poco dije, quitándole importancia.

Traté de sonreír, pero resultó una mueca bastante forzada. De cualquier manera, ya pasó. Afortunadamente me has encontrado y ahora quiero que me saques de aquí.

Domingo Jiménez de la Calle

Madrid, 4 de Junio de 2010

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EL ROBLE RIL

Fue sin duda el árbol más famoso de la comarca. Ubicado en un montículo cerca de las ruinas de un antiguo monasterio del siglo XIV, perteneciente a la Orden de Santo Domingo de Silos, en el camino entre los pueblos La Cañada y Pesquera. El antiguo guarda, actualmente ya jubilado nos cuenta, como cuando era mozo se subía muchas veces a el gigantesco “Roble Ril” para cazar escondido en sus frondosas ramas. Desde el viejo “Ril” cazaba los conejos. No habrá árbol más viejo y sabio en los alrededores.

Eulogio, el guarda jubilado nos contó una antigua leyenda, al parecer escrita por el Abad Fray Gonzalo y difundida oralmente por los moradores de los alrededores. Al parecer este monasterio como otros muchos de Castilla, se constituyeron como centro de lucha contra los musulmanes. Un día, cuando el joven Señor castellano cabalgaba con sus hombres era perseguido por los árabes, capitaneados por el mismísimo Almanzor. El caballero castellano hábilmente supo conducirles hasta el frondoso “Roble Ril”. El desconcierto fue total por la sorpresa producida a los moros, al perder sus lanzas y algunos sus monturas al pasar cabalgando a toda velocidad bajo el frondoso “Roble Ril”, en persecución de los soldados castellanos.

El ejército islámico, acobardado (Rilados) por el desconcierto y temiendo que los castellanos aprovecharan para atacarles ahora que estaban desarmados, huyeron despavoridos. A partir de esta versión épica que la tradición oral conserva, el multicentenario roble se le empieza a conocer con el nombre de “Ril” (De rilados o acobardados).

Pertenezca o no a esta leyenda, el “Roble Ril” permanece vivo todavía hoy a la orilla del antiguo camino. Hoy casi olvidado. Con el progreso se ha construido una carretera de circunvalación dejando el viejo camino hacia el Monasterio y al “Roble Ril”, abandonados a la maleza y medio ocultos. Enfermo y medio seco, con el tronco de sus venerables maderas hueco. Una de las ramas principales está medio seca. La otra aún tiene alguna rama todavía verde, las últimas que le quedan a este coloso a punto de desaparecer. A nadie parece preocuparle su defunción.

Los jóvenes estábamos encantados con las viejas leyendas que Eulogio nos contaba así que le animamos a encontrar la manera de devolver la dignidad y la salud al honorable y multicentenario ”Roble Ril”. Un tratamiento acertado contra sus enfermedades y el saneamiento junto al desbrozamiento de la zona, seguramente le permitirían seguir viviendo muchos años. Nosotros trataremos de ayudar a que los vecinos y las autoridades tomen conciencia del peligro de desaparición que corre el “Roble Ril”.

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Eulogio, ilusionado nos ha prometido que montaría un taller de cuentos con nuestra ayuda. Quiere proponer que todo el que sepa alguna versión sobre la leyenda del “Roble Ril” y su entorno, se anime a contarla.

Esperamos con esta iniciativa concienciar a autoridades y vecinos para salvar del olvido nuestras raíces. Sabemos que para muchos ésta, es la primera vez que oyen hablar de este árbol. Por eso es tan importante la labor que está llevando a cabo Eulogio para sacar del olvido en el que dormían el roble famoso y el viejo camino a las ruinas del Monasterio, igualmente abandonados. Así, pronto recuperaría su espacio, volviendo a ser admirado y respetado por todos.

Tal vez Eulogio sea feliz si antes de morir ve como algún niño se tumba a soñar sobre una rama recuperada del “Roble Ril”, como queriendo extraer a través del viento su esencia y su historia para difundirla y unirla a su colección de versiones.

Domingo Jiménez de la Calle

Madrid, 15 de Enero de 2010

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EL RACIONAMIENTO

“Que alguien quiera matarme no por lo que he hecho, sino por lo que pienso...y,

lo que es peor, si quiero pensar lo que pienso, tendré que desear que mueran

otros por lo que piensan ellos. Yo no quiero que nuestros hijos tengan que matar

o morir por lo que piensan."

Alberto Méndez en “Los girasoles ciegos”

En el salón había un reloj de péndulo y con pesas que marcaba las horas para toda la casa. Había otro con menos precisión pero mucho más efectivo que señalaba la hora de la comida. Era el reloj del hambre.

Con la cuchara en la mano esperaban todos a que la madre colocara en el centro de la mesa la olla con el potaje junto a los mendrugos de pan de centeno que se comían al final con un poco de tocino.

Aquel día había llegado el abastecimiento. En casa había pan, aceite, bacalao, tocino y garbanzos que se habían podido comprar con la cartilla de racionamiento en la cantina del pueblo. Todos estaban tristes y comían en silencio. La madre, que permanecía de pie, pensaba en cómo dar de comer aquellos cinco hasta que al mes siguiente llegara el nuevo abastecimiento. La muerte del marido en la semana anterior había sumido a aquella mujer en un profundo desconsuelo y en una mayor preocupación por sacar adelante a sus hijos.

En estos pensamientos estaba cuando el hijo mayor rompió el silencio.

–Quiero ir a cortar madera al bosque. Necesitamos el dinero de mi trabajo.

-Ni hablar. ¿Quieres que te pase lo que a tu padre? Le contestó la madre agradecida pero temerosa a la vez.

-A padre lo mató la Guardia Civil, ya lo sabes.

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Los niños más pequeños no entendían mucho de lo que le había pasado a su padre ni siquiera comprendían las preocupaciones por el futuro de su madre. Pero los dos hijos mayores eran muy conscientes de la situación.

Una empresa maderera fabricaba traviesas para el ferrocarril en un bosque de la provincia de León. Una pareja de la Guardia Civil se acercó al tajo por si entre aquel grupo hubiera alguno de los huidos, los maquis, aquellos guerrilleros antifranquistas que vivían escondidos en el monte.

-¡Alto a la Guardia Civil! ¡Viva España!

Todos dejaron caer sus hachas y sierras y contestaron, -¡Viva!-

Todos menos dos, que un poco más alejados del grupo, no se percataron de la presencia de los guardias, ni siquiera les habían oído por el ruido de la sierra. Eso fue, al menos, lo que dijeron a sus compañeros al ser requeridos por los visitantes armados, que no creyeron en absoluto la versión. Con todo, parecía que lo que más les había importunado no era el que no hubieran interrumpido el trabajo como lo habían hecho sus compañeros sino que no hubieran contestado al patriótico “¡Viva España!” Lo cual para ellos era suficiente delito como para esposarles y llevarles detenidos. Cuando llevaban caminando unos dos kilómetros por la espesura, allí mismo les fusilaron.

Los estampidos resonaron en el bosque como un terrible presagio de lo que les acababa de ocurrir a los compañeros detenidos. Tardaron unas dos horas en encontrar los cuerpos de sus compañeros. Una vez más cundió el pánico en toda la comarca, que se estaba acostumbrando a tanta muerte inexplicable cuando hacía ya tres años que la guerra había terminado.

Para aquella madre con cinco hijos huérfanos, un reloj de péndulo y con pesas seguía marcando las horas cada día.

Marcelino G. Puente

Diciembre de 2009.

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La evolución de Alejandro

El profesor Antonio Elorza daba clase de Historia de las Ideas Políticas en la Universidad Complutense. Eran los últimos años del franquismo y causaba cierto coraje tener que estudiar, por ejemplo, los sistemas electorales europeos, sabiendo que en España hacía más de treinta años que no se elegían democráticamente a los gobernantes. Eso explicaba que en la facultad de Ciencias Políticas se organizaran con frecuencia marchas colectivas desde el campus hasta Moncloa reclamando el final de la Dictadura.

Aquella tarde de marzo de 1974 el Profesor Elorza quiso comenzar la clase dando la bienvenida a Alejandro, un alumno que había estado ausente de las aulas durante un mes. Alejandro, era hijo único de un matrimonio de emigrantes en Suiza, que se pagaba sus estudios con el sueldo que ganaba de camarero por las mañanas. Era algo tímido, muy tranquilo y jamás participaba en ninguna actividad política de las muchas que funcionaban en la facultad. Aquel día venía dispuesto a contar a sus compañeros las razones de su ausencia. Aprovechando la oportunidad que el profesor le brindaba se armó de valor para vencer su timidez y contó a todos su experiencia vivida en la cárcel de Carabanchel.

Alejandro empezó diciendo que su detención había sido producto de una confusión al quedar atrapados él y un amigo dentro de una manifestación y ser acusados de alteración del orden público. En el cuarto curso de Políticas ya sabe todo el mundo lo que es el “habeas corpus”, un derecho que en los Estados democráticos asiste a todos los detenidos para que antes de setenta y dos horas, sean entregados a la justica o queden en libertad. A Alejandro y su amigo le aplicaron una sanción administrativa que consistía en pagar una multa de cien mil pesetas o de lo contrario pasar un mes en Carabanchel. Todo ello sin intervención de ningún juez y por supuesto sin juicio. Durante todo ese mes, explicó Alejandro, le dio tiempo a pensar que la situación por la que había pasado era el resultado de un estado de cosas que había que cambiar.

A la salida de aquella clase, varios compañeros abordan a Alejandro y le facilitan discretamente contactos por si le interesa enrolarse en los grupos políticos que operan en la facultad. A los pocos días, y después de pensárselo muy bien, Alejandro se pone en contacto con el FRAP (Frente Revolucionario Antifascista Patriota) que le facilitan un viaje clandestino a París donde entra en contacto con dirigentes que le preparan

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para formar un comando de intervención en España. A su vuelta participa en varios atentados en el que muere un policía y es de nuevo detenido. Sometido a un juicio sumarísimo es condenado a muerte y fusilado en Hoyo de Manzanares, un año después de aquella clase de Historia de las Ideas Políticas en la Universidad Complutense.

Marcelino G.Puente

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Describir un momento de especial tensión, duda, dolor, espera, incertidumbre…

Lydia había ingresado para dar a luz en el hospital Montepríncipe aquella mañana del 9 de marzo de 2010. Había pasado ya catorce horas de espera enganchada al goteo del suero y monitorizada. Los latidos del niño se observaban en la pantalla del monitor y todo parecía normal. Anestesiada por la epidural no sufría el dolor de las contracciones, pero la angustia crecía después del tiempo transcurrido. Empezaban a aparecer los primeros síntomas de la falta de anestesia que los médicos no eran partidarios de ampliar. Eran ya las cuatro de la mañana. La comadrona que entraba y salía de la habitación cada media hora la vimos entrar aquella vez con cara de preocupación y molesta porque, según ella, “Lydia no colaboraba”. Después nos enteramos de que el niño no estaba bien colocado en el canal del parto y esto dificultaba el proceso. Desde la sala de espera vimos llegar a un camillero que entró a toda prisa en la habitación de Lydia, e inmediatamente se abren las puertas y salen de la habitación. Oímos a la comadrona decir “¡rápido a los quirófanos!”. Aquella frase se volvió más angustiosa cuando vimos pasar delante de la sala de espera a Lydia cogida de la mano de su marido, con aquel vientre abultado bajo las sábanas y una cara que reflejaba un intenso dolor. En cuando se introdujeron en el ascensor, nosotros emprendimos escalera arriba la búsqueda de los quirófanos, no había nadie a quien preguntar en aquella hora, pero enseguida encontramos un anuncio que nos indicaba que allí dentro estaría nuestra hija en el difícil trance de traer a la vida nuestro primer nieto. La última imagen que habíamos visto de Lydia nos producía un sufrimiento agudo por la incertidumbre del momento. No habían pasado más de cinco minutos cuando escuchamos un llanto, pero… imposible que fuera nuestro niño, pues acababan de entrar. En esto oímos a una voz femenina decir en alto: “ Mateo Molina García”. ¡Era el nuestro! ¡Era nuestro niño! Unos segundos más tarde vimos salir de aquellos quirófanos la misma camilla de antes, pero esta vez llevaba a Lydia con su hijo en brazos y con una cara de inmensa felicidad. Mateo lloraba sin parar, pero su llanto nos hizo olvidar a todos el dolor intenso que nos había invadido en los últimos momentos de aquella interminable espera.

Marcelino G. Puente

Mayo. 2010

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Duda razonable

Adela se escabullo de entre las sabanas se vistió ágilmente y salió del apartamento a toda prisa, procurando no hacer ruido para no despertarla.

Ahora tendría que coger un taxi para volver a su casa, no recordaba donde había dejado el coche.

Estaba diluviando y se refugio en un quiosco de prensa. Mientras esperaba el taxi se entretuvo mirando revistas.

Y ahí, en la portada de Vogue estaba Rita, radiante, provocadora y estupenda como ella misma.

Llego a su casa bastante alterada y decidió darse un baño de hidromasaje.

Ya desnuda empezó a deslizar las manos por todo su cuerpo. Ese cuerpo que unas horas antes acariciara y rozara con su lengua Rita.

En ese momento sintió un escalofrío y sacudió negativamente la cabeza. Se reprochaba haberse dejado seducir por una mujer y no tenia disculpa el hecho de haberse tomado unas cuantas copas.

No entendía como le había ocurrido eso a ella, que tanto le gustaban los hombres y empezó a cuestionarse su heterosexualidad.

Llamaría a Ricardo como otras muchas otras veces en que se encontraba perdida. Aparte de ser excelente psicólogo era su mejor amigo.

Justo cuando iba a descolgar el auricular sonó el teléfono.

-Si dígame- pregunto

-Adela cariño -dijo Rita, -no son maneras de despedirse yo creo que…

No la dejo hablar más, colgó enérgicamente el teléfono bastante turbada.

Decidió ir a ver Ricardo aquella misma mañana.

En el trayecto intento tranquilizarse haciendo unos ejercicios de respiración había aprendido para calmar los nervios, ante la mirada extrañada del taxista que por el retrovisor no le quitaba ojo de encima.

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Ricardo le hizo un hueco en la consulta aquella misma mañana y la trato más como amigo, que como profesional.

Le dijo que estaba dando una importancia desmesurada a un hecho aislado y entre otras cosas le aconsejo que aclarara aquella situación con Rita, cosa que haría lo más pronto posible porque no podía seguir sin cogerle el móvil.

No estaba muy convencida, pero de cualquier manera hablaría con Rita y aclararía las cosas y así acabaría todo su desasosiego.

Y así lo hizo esa misma noche metida en el lado derecho de la cama de Rita.

Paloma López

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Pesadilla

Tic-tic-tac-tac. Ese sonido penetra en mi cabeza.

Su acompasado tictac me altera los nervios.

Tic-tac, miro su péndulo que no va a ningún sitio.

Tic izquierda tac derecha, tictac, impasible ante el paso de las horas,

controlando mi tiempo y mi vida.

Tic-tac. Lo escucho inquieto y pasa lento los minutos las horas…

Ahí está colgado, en la pared del salón. Tic-tac- tic-tac.

Y cada hora que pasa las campanadas, clom clom, cuento hasta doce.

Por más que cierro los oídos no me dejan dormir.

No se detiene jamás, tic-tac-tic-tac.

Es bonito, es de madera de roble, decorado con caballos galopantes.

Sus relucientes manillas se mueven con leve movimiento y precisión. Tic-tac.

Era de mi abuelo y ahora es de mi padre.

Cuando lo herede yo, parare ese péndulo.

Tic-tac-tic-tac y detendré las horas y el tiempo.

Paloma López

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En el Museo

Aquellas alumnas irrumpen en el museo algo alborotadas, la profesora con varias palmadas huecas para no alterar la tranquilidad existente, logra que se calmen inmediatamente. Luego les pide que tomen notas y realizasen los bocetos que quisieran de las obras allí expuestas; a la vuelta tendrán examen.

A continuación les indica que no se dispersen y se muevan ágilmente, esto último mientras mira a Micaela que ya se ha quedado absorta en una de los cuadros de El Greco.

Micaela tiene unos bonitos ojos verdes que esconde detrás de unas gafas demasiado grandes y en sus dientes, (que con el tiempo llegaran a ser perfectos) lleva unos horrorosos correctores. Es delgada y algo bajita para sus trece años, pero hay algo en Micaela que…, esa faldita tableada de colegiala le hace parecer más infantil.

Mientras sus compañeras se paseaban por las salas indecisas, Micaela ha sacado cuaderno y lapicero y con una soltura inusual para el poco tiempo que lleva en la escuela de bellas artes, empieza a dibujar, mirando sin pestañear la escultura de El Pensador de Rondín que hay en medio de la sala.

Allí continúa todo el tiempo Micaela, sus compañeras se acercan curiosas y tapándose la boca con las manos, entre risitas no dejaban de mirar aquel dibujo.

La profesora acude rápidamente a poner orden y de paso ver el trabajo de Micaela.

-Pero… señorita Micaela dice algo turbada alzando ligeramente la voz, es usted una… una atrevida y… por hoy ya se ha acabado la visita, añade con cierto disgusto, ante la unánime protesta del alumnado y del vigilante que ruega guarden silencio.

Paloma López

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Sueño

¿Qué haces? Creía que dormías. Eso pensaba yo, contesté.

Me había quedado muy relajada y tenía la dudosa sensación de haberme dormido por unos instantes, pero estaba despierta. Oía el ruido inequívoco del exterior, la respiración cercana de Juan y aún con los ojos cerrados percibía el resplandor de la lamparita de noche, pero no sabía porque no podía mover un solo musculo de mi cuerpo, intentaba agitarme, gritar, apretaba con todas mis fuerzas para dar alguna señal y que Juan se diera cuenta que me pasaba algo y me moviera y poder despertar. Era muy angustioso estar así, pero lo más que logre fue un ligero gemido imperceptible para él.

Estaba atrapada en aquel sopor que me estaba angustiando cada vez más. ¡Vamos!, tengo que despertar tengo que despertar, pensaba, pero no lo lograba luego me sentía abatida y me relejaba. Así no me podía dormir, tenía la sensación que si lo hacía no volvería a despertar y me agobiaba aún más. Quería salir de aquel estado semi cataléptico y volví a intentarlo con todas mis fuerzas. Entonces me sacudí, emití un ruidito con una espiración me desperté. Apenas me podía mover, estaba entumecida, me pesaba todo el cuerpo y los ojos apenas los podía abrir, luché por espabilarme, si no caería otra vez en ese desagradable estado que tiraba de mí. Logre incorporarme, bebí un sorbo de agua y rece para que no me volviera a pasar.

Paloma López

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