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1 Liderazgos y democracia. La emergencia de los liderazgos de Carlos Menem y Néstor Kirchner en contextos de crisis. Darío A. Rodríguez 1 Introducción Los estudios sobre el fenómeno del liderazgo han ocupado un lugar claramente marginal en el campo de la ciencia política tradicional (Blondel, 1987). En efecto, hasta mediados de la década del setenta, su tratamiento quedó prácticamente excluido de la reflexión analítica en el terreno de las ciencias sociales en favor del apasionado interés que sí despertaron -desde siempre- diferentes figuras conceptuales con los cuales la idea del liderazgo comparte evidentes aires de familia. Claramente los conceptos de poder, autoridad o dominación motivaron la reflexión teórica y social de los grandes exponentes de la modernidad política en detrimento de la escasa atención académica que, en cambio, suscitó esta idea. Sin embargo, luego de tan llamativo silencio, para mediados de los años ochenta, y a la luz de los diferentes procesos históricos que marcaron a fuego el período de la segunda posguerra, pareció consolidarse un campo de análisis y debate autónomo sobre los liderazgos políticos con sede central en la ciencia política norteamericana. Los aportes desde este enfoque permitieron revalorizar el estudio sobre el rol de los líderes en nuestras modernas democracias logrando asegurar una hegemonía indiscutible de esta mirada sobre las visiones originadas en otras latitudes. Dos grandes partes organizan el presente trabajo. En la primera, la intención es animar una necesaria revisión y problematización sobre la categoría de liderazgo desde una visión inscripta en los estudios políticos sobre el tema. Para ello se abordará la bibliografía más influyente sobre dicha categoría para luego poder trazar una mirada propia en términos teóricos y conceptuales. Esto supondrá a su vez adentrarnos en el abordaje de un tipo específico de liderazgo: aquellos emergentes en tiempos de crisis y originados al calor de toda una serie de cambios que definen a la vida política latinoamericana y particularmente a la argentina. Concluido este recorrido, nos abocaremos a la segunda parte de este análisis en la que interpretaremos las particularidades que en este marco asumió el proceso de constitución de los liderazgos presidenciales de Carlos Menem (1989- 1995) y Néstor Kirchner (2003-2007). Por último, cerraremos nuestro trabajo presentando diferentes conclusiones en clave comparativa. Específicamente, en este proceso, pensaremos de qué modo los liderazgos políticos seleccionados legitimaron sus posiciones de autoridad 2 a partir del análisis de una doble dimensión 3 . Una de ellas comprenderá el estudio de la inscripción de los liderazgos en un determinado contexto histórico e institucional 4 , la otra remitirá al proceso de movilización y producción de un determinado imaginario político 5 .Es decir, nos detendremos en la primera de ellas en el análisis de aquellas particularidades que hacen a la localización de los liderazgos de Carlos Menem y Néstor Kirchner en momentos específicos del devenir reciente de nuestra democracia. Se privilegiará aquí, por un lado, el análisis del particular situación de crisis 6 que marcó y condicionó la emergencia de estos liderazgos, y por el otro, tendremos en cuenta cómo operaron en este marco diferentes actores (principalmente, los partidos políticos y la opinión pública) tomando para su análisis diferentes escenarios de análisis: los procesos electorales, la aplicación de diferentes políticas de Estado y las manifestaciones públicas. En la segunda de estas dimensiones se indagará de que modo los liderazgos compusieron una idea de la unidad política (estableciendo diferentes imaginarios) considerando, por un lado, 1 Doctorando Sciences Po (Paris) 2 Se entenderá la idea de la legitimación en su aproximación weberiana y sobre la base de los trabajos de David Beetham (2011). 3 La distinción entre ambas dimensiones tiene un carácter claramente analítico. En el curso de su abordaje en este trabajo las mismas serán analizadas y presentadas de forma articulada. 4 Dicha categoría comprende la consideración de aquellos factores históricos e institucionales que pudieron condicionar la emergencia de los liderazgos como también el conjunto de identificaciones, el peso de tradiciones que definen a los representados y sobre las cuales opera la acción de los mismos. 5 Entenderemos aquí la idea de imaginario desde su acepción más general y abarcativa. Así, siguiendo a Chareaudeau (2005:160) los mismos serán entendidos como el conjunto de representaciones sociales que constituyen lo real como universo de significación sobre la base de principios con capacidad unificante y proveedores de coherencia. 6 La idea de “situación de crisis” recupera en el presente análisis, primero, lo planteado por Aboy Carles (2001) y Barros (2002) en tanto la misma es entendida como un contexto de disponibilidad respecto a las configuraciones sociales preexistentes constituyéndose en este sentido como un momento privilegiado de decisión.

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Liderazgos y democracia.

La emergencia de los liderazgos de Carlos Menem y Néstor Kirchner en contextos de crisis.

Darío A. Rodríguez1

Introducción

Los estudios sobre el fenómeno del liderazgo han ocupado un lugar claramente marginal en el campo de la ciencia política tradicional (Blondel, 1987). En efecto, hasta mediados de la década del setenta, su tratamiento quedó prácticamente excluido de la reflexión analítica en el terreno de las ciencias sociales en favor del apasionado interés que sí despertaron -desde siempre- diferentes figuras conceptuales con los cuales la idea del liderazgo comparte evidentes aires de familia. Claramente los conceptos de poder, autoridad o dominación motivaron la reflexión teórica y social de los grandes exponentes de la modernidad política en detrimento de la escasa atención académica que, en cambio, suscitó esta idea. Sin embargo, luego de tan llamativo silencio, para mediados de los años ochenta, y a la luz de los diferentes procesos históricos que marcaron a fuego el período de la segunda posguerra, pareció consolidarse un campo de análisis y debate autónomo sobre los liderazgos políticos con sede central en la ciencia política norteamericana. Los aportes desde este enfoque permitieron revalorizar el estudio sobre el rol de los líderes en nuestras modernas democracias logrando asegurar una hegemonía indiscutible de esta mirada sobre las visiones originadas en otras latitudes.

Dos grandes partes organizan el presente trabajo. En la primera, la intención es animar una necesaria revisión y problematización sobre la categoría de liderazgo desde una visión inscripta en los estudios políticos sobre el tema. Para ello se abordará la bibliografía más influyente sobre dicha categoría para luego poder trazar una mirada propia en términos teóricos y conceptuales. Esto supondrá a su vez adentrarnos en el abordaje de un tipo específico de liderazgo: aquellos emergentes en tiempos de crisis y originados al calor de toda una serie de cambios que definen a la vida política latinoamericana y particularmente a la argentina. Concluido este recorrido, nos abocaremos a la segunda parte de este análisis en la que interpretaremos las particularidades que en este marco asumió el proceso de constitución de los liderazgos presidenciales de Carlos Menem (1989-1995) y Néstor Kirchner (2003-2007). Por último, cerraremos nuestro trabajo presentando diferentes conclusiones en clave comparativa.

Específicamente, en este proceso, pensaremos de qué modo los liderazgos políticos seleccionados legitimaron sus posiciones de autoridad2 a partir del análisis de una doble dimensión3. Una de ellas comprenderá el estudio de la inscripción de los liderazgos en un determinado contexto histórico e institucional4, la otra remitirá al proceso de movilización y producción de un determinado imaginario político5.Es decir, nos detendremos en la primera de ellas en el análisis de aquellas particularidades que hacen a la localización de los liderazgos de Carlos Menem y Néstor Kirchner en momentos específicos del devenir reciente de nuestra democracia. Se privilegiará aquí, por un lado, el análisis del particular situación de crisis6 que marcó y condicionó la emergencia de estos liderazgos, y por el otro, tendremos en cuenta cómo operaron en este marco diferentes actores (principalmente, los partidos políticos y la opinión pública) tomando para su análisis diferentes escenarios de análisis: los procesos electorales, la aplicación de diferentes políticas de Estado y las manifestaciones públicas. En la segunda de estas dimensiones se indagará de que modo los liderazgos compusieron una idea de la unidad política (estableciendo diferentes imaginarios) considerando, por un lado,

1 Doctorando Sciences Po (Paris)

2 Se entenderá la idea de la legitimación en su aproximación weberiana y sobre la base de los trabajos de David Beetham (2011).

3 La distinción entre ambas dimensiones tiene un carácter claramente analítico. En el curso de su abordaje en este trabajo las mismas serán analizadas y

presentadas de forma articulada. 4 Dicha categoría comprende la consideración de aquellos factores históricos e institucionales que pudieron condicionar la emergencia de los liderazgos

como también el conjunto de identificaciones, el peso de tradiciones que definen a los representados y sobre las cuales opera la acción de los mismos. 5 Entenderemos aquí la idea de imaginario desde su acepción más general y abarcativa. Así, siguiendo a Chareaudeau (2005:160) los mismos serán

entendidos como el conjunto de representaciones sociales que constituyen lo real como universo de significación sobre la base de principios con capacidad unificante y proveedores de coherencia. 6 La idea de “situación de crisis” recupera en el presente análisis, primero, lo planteado por Aboy Carles (2001) y Barros (2002) en tanto la misma es

entendida como un contexto de disponibilidad respecto a las configuraciones sociales preexistentes constituyéndose en este sentido como un momento privilegiado de decisión.

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de qué manera los mismos se presentaron como figuras representativas7 mediante el examen de lo que en el marco de esta análisis llamaremos la imagen de sí mismo8 y la figura de la imputación9; y por el otro, nos detendremos en el proceso de configuración del lazo representativo. En este caso, se abordará la fabricación del auditorio10 y configuración de la idea de la alteridad a partir de la construcción de la figura del adversario y del establecimiento de las fronteras de identificación tanto inclusiva como exclusiva11.

A. Liderazgos y representación política

Dividiremos esta primera parte en cuatro sub-apartados. En el primero de ellos empezaremos realizando un repaso conceptual de los estudios pioneros sobre el fenómeno del liderazgo, para luego presentar la prolífica corriente originada en los Estados Unidos que reformuló las primeras indagaciones teóricas sobre el tema. En el segundo de estos apartados propondremos repensar este fenómeno sobre la base de la idea de la representación, dentro de un marco analítico general que supondrá la presentación de cómo entenderemos a este concepto y al de liderazgo desde la perspectiva teórica que define a este trabajo. Posteriormente, examinaremos cómo se reconfiguró el primero de estos conceptos a la luz de los transformaciones registradas en las clásicas instancias de mediación política, e identificaremos cuáles son los atributos distintivos que definen a los nuevos líderes emergentes proponiendo un contraste con los modelos del pasado. Para el final, quedará entonces el estudio de los aspectos distintivos que, en este marco, definen al caso argentino.

A.1) La escuela americana y la teoría sobre el liderazgo12.

Frente a las visiones simétricamente opuestas que marcaron a los estudios pioneros sobre el fenómeno del liderazgo, instaladas claramente en la dicotomía tan cara a la teoría sociológica entre sujeto y estructura, comenzó a desarrollarse, a ritmo cada vez más sostenido desde finales de la década del setenta, una perspectiva de análisis de los liderazgos políticos que se presentó como alternativa. Dotando a este campo de reflexión de un status nunca antes alcanzado en los estudios políticos, una productiva corriente analítica se desarrolló, particularmente en los Estados Unidos, escapando de las simplificaciones en las que inevitablemente quedaron presas las primeras corrientes de análisis. Así, en lo esencial, el desarrollo de esta visión logró reinstalar el interés sobre el examen de los líderes políticos sin pensarlos ni como un mero epifenómeno determinado por el curso necesario de los procesos estructurales, ni tampoco como aquél sujeto todopoderoso que aparecía como protagonista estelar de la teoría de los héroes de la historia. Pero además, esta innovadora perspectiva, claramente más compleja en su abordaje, tuvo el mérito de ofrecer una reflexión sobre este fenómeno que, al concebirlo como un tipo de relación política establecida entre los gobernantes y sus bases de apoyo, logró avanzar más allá de los límites que impuso tanto el enfoque de impronta psicologista, concentrado en la descripción explicativa de los atributos personales de los líderes políticos, como la perspectiva sistémica, focalizada en el cumplimiento por parte de los liderazgos de los roles funcionales preestablecidos por la estructura.

7La idea de la figura representativa remite a la conceptualización que al respecto nos propone Novaro (2000). En sus propias palabras: “…Un líder

político es una persona representativa en la medida en que es capaz de representar “el bien común” o algún otro ideal que un ifique a la comunidad política. La capacidad representativa del líder político se manifiesta en toda su magnitud en el acto de decisión que hace presente y concreta dicha idea. En ese acto se condensa, por tanto, la condición de la contingencia y la función teológico-política de la trascendencia que son inherentes a la representación política moderna…” (Novaro, 2000:164) 8 Desde una visión perteneciente al análisis del discurso político e inscripta en la corriente francesa, la imagen de sí mismo se corresponde con el

concepto de ethos. Para un análisis en este sentido, ver Charaudeau (2005: 105). 9 Tomamos este concepto propuesto por Christian Le Bart en su trabajo sobre el discurso político a fines de adaptarlo a nuestro marco de análisis. En

sus términos, el discurso de la imputación designa al conjunto de enunciados por los cuales el hombre político establece una lazo de causalidad entre aquello que él ha hecho (la decisión) y aquello que se constata (la realidad social), Le Bart (1998: 84-85) 10

El auditorio se entiende aquí en su acepción más general como aquella audiencia, en su configuración más vasta, al que el líder constituye mediante la pronunciación de los mensajes públicos (Charaudeau y Maingueneau: 2002:172). 11

Entenderemos aquí la idea de alteridad como la representación de aquello que el líder excluye en su mensaje público a los fines de constituir su propio colectivo de identificación (Charaudeau y Maingueneau: 2002). 12

En realidad, antes que hablar propiamente de una escuela de análisis, lo que supone la estructuración de una corriente a partir de la definición de una línea de interpretación sistematizada, cabe hacer referencia a un conjunto de trabajos posibles de ser reagrupados en función de su origen al interior de la ciencia política americana y en razón de compartir diferentes principios de análisis a la hora de abordar el fenómeno de los liderazgos políticos.

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Para empezar con el abordaje de sus principales exponentes, los precursores trabajos de James MacGregor Burns, dada la influencia notoria que los mismos ejercieron en el proceso de emergencia y consolidación del área de investigación norteamericana sobre el liderazgo político, se nos presentan, sin lugar a dudas, como una referencia insoslayable.

En su clásica obra, Leadership (1978), este autor, llamando la atención sobre la desatención que sufrió en términos analíticos este fenómeno, nos propone una teoría general del mismo sobre la base de una crítica a la denominada “escuela del poder”13. Su apuesta reside entonces en resaltar la importancia de pensar la idea del liderazgo como algo más que una forma de dominio, y la idea de poder más allá de su puro ejercicio coercitivo. Así, los planteos de este autor apuntan, primero, a establecer una distinción entre el liderazgo y la idea de poder, pensada de esta manera, pero también a concebir esta idea desde otra perspectiva. Esto supondrá pensar ambos conceptos como tipos específicos de relaciones destacando, primero, su naturaleza interactiva y colectiva, y descartando, asimismo, aquella conceptualización que nos presenta al líder como un mero detentador de relaciones de fuerza. Aparece de esta manera, en esta perspectiva, el intento de pensar al liderazgo político como un proceso de acción en el que se consideran, por una parte, los valores y las motivaciones de los líderes, pero donde se toman en cuenta, a su vez, las demandas y las preferencias de los seguidores. Es decir, en donde se resalta la dimensión moral comprendida en este proceso y en donde se concibe a los líderes en su continua interrelación con los ciudadanos. Otro de los grandes aportes de este autor fue su clásica tipología de los liderazgos.

Habiendo logrando una considerable recepción dentro de la comunidad académica, McGregor Burns nos propone efectivamente una de las más clásicas clasificaciones de los modelos de líderes: los transaccionales y los transformadores. En pocas palabras, podemos decir que el tipo de vínculo en los primeros está fundado en la capacidad de negociación e intercambio de demandas particulares. El líder proporciona bienes y servicios, a cambio de apoyo por parte de los seguidores, estructurando un tipo de relación discontinua, que sólo se actualiza en los procesos en los que se negocian los productos del intercambio. Se despliega un tipo de relación instrumental, sustentada en valores con arreglo a medios, para utilizar la expresión weberiana, inscripta, preferentemente, en situaciones de normalidad política. Por el contrario, en el caso de los segundos, se apela a la configuración de un tipo de lazo fundado en la realización de metas colectivas compartidas por ambos polos de la relación. Los líderes transformadores se constituyen en contextos de radicales cambios políticos, configurando un tipo de relación fundado en la identificación entre el líder y sus seguidores en función de la realización de valores compartidos y metas morales. Así entonces, si en un caso la dimensión privilegiada es la posibilidad de establecer una transacción entre intereses ya definidos; en el otro, cobra una relevancia mayor las funciones que los líderes cumplen en su capacidad de ejercer una influencia sobre los seguidores inculcando una visión específica e integral sobre la organización de la sociedad14.

En diálogo crítico con lo planteado por McGregor Burns respecto el fenómeno estudiado, pero inscripta a su vez dentro la perspectiva americana de los estudios sobre el liderazgo, se destacaron posteriormente los estudios anclados en la visión de tipo neo-institucional, desarrollada particularmente en los trabajos de Jean Blondel (1987)15.

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Retomando buena parte de los planteos weberianos en relación con el proceso de constitución de una autoridad legítima, Robert Tucker (1995) es uno de los autores que retoma la crítica de McGregor Burns a la referida escuela, ofreciendo una perspectiva coincidente con la de este autor respecto de la idea del liderazgo. 14

La atención prestada a este tipo de dimensión nos permite establecer un paralelo, entre lo planteado por este autor y lo sostenido Richard Neustadt (1960), en tanto este último resalta como atributo fundante de la idea del liderazgo su capacidad de ejercer un efecto persuasivo sobre las demandas e intereses de sus seguidores. Ahora bien, cabe resaltar asimismo que la sintonía entre ambos planteos se desvanece al considerar que la idea de la persuasión, tal como la presenta Neustadt, se entiende en su correspondencia con la idea de la negociación (Neustadt, 37: 1960). Por otra parte, para un análisis de aquellas visiones que descartan tal efecto persuasivo, y niegan entonces la definición propuesta para entender a los liderazgos presidenciales, ver Georges Edwards (2008). 15

Otras de las miradas clásicas sobre el fenómeno del liderazgo desde este enfoque es la representada por Robert Elgie (1985). La obra de este autor se inscribe claramente dentro de la perspectiva institucionalista en los estudios sobre el liderazgo lo que implica, esencialmente, concebir la acción de los líderes en función de lo predeterminado por su posición dentro de la estructura formal de gobierno. Así, se plantea que las instituciones, pensadas como el conjunto de reglas formales y prácticas estandarizadas que estructuran las relaciones entre los individuos, explican los procesos políticos, no porque las mismas establezcan de manera determinista sus resultados, sino porque más bien configuran aquellos contextos estratégicos en el marco de los cuales los actores llevan a cabo sus elecciones. La consideración de esta dimensión, no obstante, no impedirá que el autor tome en cuenta también en

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En su obra “Political leadership. Towards a general analysis”, este autor se propone como objetivo general presentar un marco analítico con el fin de poder estudiar los efectos que ejercen los líderes políticos sobre la configuración del contexto. De este modo, se asume que la relevancia de la categoría del liderazgo se deriva de que su acción produce consecuencias observables en la estructuración de las sociedades. En este proceso, la forma que define a los líderes puede medirse a través de dos variables independientes -los atributos personales y los recursos institucionales- y considerando el papel que ocupa el ambiente, no como variable, sino como el estado de cosas reinante en el que se inscribe la acción de los líderes, estableciendo diferentes restricciones y habilitando un conjunto específico de oportunidades. La combinación de estos elementos dará origen a diferentes tipos de liderazgos, permitiéndole al autor revisar críticamente el modelo clasificatorio, propuesto por McGregor Burns. Centralmente, aquello que Blondel cuestiona de la clasificación propuesta por este autor es el carácter reductor que la misma acarrea, la visión dicotómica de la realidad que la misma supone, y en este sentido, su incapacidad para poder abordar escenarios y tipos de liderazgos que escapan a la división polar entre excepcionalidad revolucionaria y normalidad institucional16.

En efecto, una de las apuestas más interesantes de este autor es pensar cómo la categoría del liderazgo se inscribe en un determinado contexto institucional buscando de este modo desarticular aquella idea derivada de la conceptualización weberiana del liderazgo carismático, que si bien resulta productiva para pensar el rol de los liderazgos en los momentos de crisis y ruptura, se nos presenta menos provechosa de cara a la reflexión sobre el papel de los mismos en los procesos definidos por la estabilidad de las normas y la rutina de los procesos. Es decir, según Blondel, aparece en Weber un vacío conceptual en tanto el rol de los liderazgos no aparece tratado analíticamente en los casos históricos donde se imponen las formas de dominación racional-legal y tradicional (el mismo es abordado exclusivamente en la de tipo carismática) persistiendo así la oposición excluyente en su planteo entre un tipo de lazo personal-emocional y otro de tipo institucional-racional. Precisamente, atendiendo a este punto, cabe retomar lo planteado por Novaro (2000) quien resalta la importancia de descartar visiones simplistas y dicotómicas remarcando la centralidad que ocupan en las democracias contemporáneas, tanto el proceso de constitución de fuertes liderazgos, que establecen lazos directos de referencia con la ciudadanía, como el diseño también de aquellos mecanismos institucionales capaces de controlar los desvíos propios de formas arbitrarias de autoridad17.

Llegamos entonces al fin de este breve recorrido propuesto sobre los exponentes más significativos de aquella corriente de análisis, originada en Estados Unidos, que permitió la consolidación de un campo de estudios autónomo sobre el fenómeno del liderazgo al interior de la ciencia política. Esta perspectiva representó importantes avances en términos de su conceptualización al volver a pensar a dicho fenómeno en función de la relación establecida entre los liderazgos y los seguidores (retomando así la herencia de los análisis weberianos) y al problematizar su análisis más allá de los modelos polares en los que se enmarcaron los estudios pioneros sobre el tema. No obstante, más allá de los méritos que cabe reconocerle a esta mirada, creemos que la misma presenta un conjunto no menor de dificultades18.

Para empezar, en la referida visión, la acción del liderazgo político se expresa exclusivamente en su posibilidad de no quedar subsumida en las estructuras que condicionan el curso de la historia. Se afirma entonces su capacidad de agencia, y la idea de un devenir histórico que escapa a patrones preestablecidos, sin que se presente analíticamente el verdadero carácter instituyente que tiene dicha acción en tanto proceso mediante el cual se establecen los vínculos representativos que trazan los contornos de lo social. Y esta imposibilidad se

su abordaje el lugar que ocupa los atributos de personalidad que definen a los líderes políticos. Elgie presenta de esta forma el enfoque de tipo interaccionista. 16

Supera así entonces la dicotomía que el análisis de Burns, en su intento de escapar a la polarización entre la estructura y el sujeto, termina cayendo al proponer la división entre los liderazgos reformadores y los liderazgos transaccionales. 17

Es decir, retomando lo sostenido por este autor, si bien se destaca -tal como sostienen Burns (1978) y Tucker (1981)- la pertinencia de pensar la relación, no necesaria ni lógica, sino contingente e históricamente situada, entre la emergencia de liderazgos y los contextos de crisis, resulta conveniente, más allá del foco que define a nuestro trabajo, no pensar el fenómeno del liderazgo como un proceso anormal circunscripto a las situaciones de excepcionalidad. 18

Para ver otro tipo de críticas, diferentes a las que se presentan en este trabajo, y enfocadas particularmente en el enfoque interaccionista, ver Peral (2001:52). En pocas palabras, este autor destaca que el principal problema de esta mirada es su indeterminación, en tanto busca englobar una gran variedad de casos de liderazgos sin avanzar en la especificidad de los mismos en lo que hace al modelo de causalidad en la relación entre los líderes, los seguidores y la situación de inscripción.

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deriva de que en la mayoría de estos estudios incluidos, en esta perspectiva, no se piensa la categoría del liderazgo como el proceso de constitución de una figura de tipo representativa y de un tipo de lazo específico dando curso a un proceso mediante el cual se configuran los sentidos sobre los cuales se organiza una comunidad política de referencia; y cuando aparece alguna mención a la idea de la representación política, la misma es presentada en términos positivistas; esto es, como la expresión de intereses y demandas ya constituidos en un proceso donde el liderazgo cumple con la mera función de canalización y reflejo.

Es decir que si bien estos planteos no dejan de reconocer la capacidad de maniobra que define al liderazgo, respecto de los condicionamientos que caracterizan a cada entorno político y social, y asimismo se remarca la posibilidad de que los mismos mediante su acción incidan sobre la misma realidad, este proceso es presentado en términos de un juego de actores con intereses definidos que interactúan sobre la base del cálculo y sus motivaciones. La dimensión que aparece resaltada entonces, en el tipo de relación que se establece entre los líderes y sus seguidores, es la posibilidad de realizar prácticas de intercambio, logrando la maximización de sus fines, en el marco de un contexto estratégico donde los actores y sus demandas aparecen como ya dados, como prefijados; y cuando estos estudios se aventuran a ir más allá de estos planteos, considerando otro tipo de dimensiones, la opción analítica resulta ser, exclusivamente, pensar al liderazgo político en función de su posición institucional19.

Creemos oportuno entonces avanzar ahora en el trazado de los lineamientos de una nueva perspectiva que atienda los déficits señalados en la visión originada en la ciencia política norteamericana.

A.2) Nuevas escenas democráticas: la representación política y una nueva mirada sobre el liderazgo.

Atendiendo a los déficits de esta mirada y de otros enfoques20, proponemos pensar aquí, en pocas palabras, la idea del liderazgo a partir del concepto de representación política. Para poder avanzar en la pertinencia de esta visión, cabe primero detenernos, en una breve referencia teórica a cómo se entenderá aquí dicho concepto.

Respecto de la idea de la representación descartaremos dos visiones muy extendidas sobre la comprensión de la relación que este concepto supone. En particular, estas dos visiones se definen por caer en diferentes tipos de reducciones (Novaro, 2000:19-20). La primera es la que supone la visión de impronta jurídica, en la cual la representación es presentada como una ilusión de tipo subjetiva fundada en las creencias de los gobernantes y los gobernados sin un correlato de tipo normativo que nos permita trascender este nivel de composición. La segunda es de carácter económico, y presenta una idea de la representación como aquél dispositivo que habilita el intercambio entre dos categorías de individuos particulares, en un marco donde las lógicas del cálculo y la agregación de intereses se extienden al campo de las relaciones de autoridad y reconocimiento. Ambas perspectivas son tributarias así de abordajes que, ya sea desde una posición de neto carácter institucionalista, o desde un enfoque individualista y pluralista, piensan la idea de la representación como mero reflejo de los intereses de aquellos actores que se constituyen por fuera del proceso político, y en las que el lugar del liderazgo queda limitado al cumplimiento de esta función expresiva.

Partiendo de otras clásicas aproximaciones desde las cuales se ha pensado la representación política21, y del recorrido histórico conceptual que lo ha definido22, en este trabajo la idea de la representación se entenderá, en lo sustancial, por suponer un doble movimiento (Laclau, 1993). Uno de ellos es de tipo descendente, de los representantes a los representados, en tanto las identificaciones, los intereses y las demandas de estos últimos asumen una forma incompleta y transitoria; el otro es de tipo ascendente, de los segundos a los primeros, en

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Esto provoca que la categoría de liderazgo pierda su contenido específico. La recuperación de dicha categoría, por parte de aquellas miradas que buscan tener en cuenta factores tanto objetivos como subjetivos, se limita a la estudio de las intenciones de aquellos actores que ocupan diferentes posiciones de autoridad. Creemos entonces que la posibilidad de pensar al liderazgo desde la óptica aquí presentada permite asimismo una necesaria diferenciación analítica entre este fenómeno y la idea de autoridad, al entender a esta última en función de la ocupación de una determinada posición institucional. Sin dejar de reconocer que la consideración de la misma sea relevante para el estudio de los procesos de constitución de liderazgos, creemos que dicho proceso no se agota en ella. 20

Nos referimos principalmente a los clásicos estudios de Weber (1991) como también a los aportes realizados desde los estudios de Michels (2009) y Schumpeter (1994). Los cuales si bien aportan interesantes elementos para el análisis de los liderazgos quedan, brevemente, presos de las limitaciones propias del enfoque elitista sobre la democracia. 21

Por ejemplo, el clásico estudio de Hanna Pitkin (1985). 22

Es decir su configuración histórica en términos modernos. Para un detallado análisis sobre este proceso, ver Mineur (2010).

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tanto ninguna decisión política opera en el vacío estructural. Representar entonces nunca es en verdad re-presentar, es decir, que no supone sólo volver a presentar lo ya dado, sino que su ejercicio y despliegue es también constitución, institución y creación de aquello que es representado (Pousadela, 2005). Esta función asume un particular relevancia en el marco de las democracias actuales a la luz de los cambios que se constataron durante las últimas décadas en sus formatos representativos.

En pocas palabras, la democracia de nuestros días se distingue por el surgimiento de un formato representativo personalizado donde de manera progresiva los nuevos liderazgos establecen vínculos directos con la ciudadanía sorteando cualquier mediación partidaria (Blondel y Thibault, 2010). Pero ¿qué entendemos precisamente por proceso de personalización y en qué medida este fenómeno se distingue de otras tendencias similares presentes en escenarios políticos del pasado, principalmente en el contexto latinoamericano?

En el contexto actual signado por la desagregación de los intereses sociales, la dispersión de las organizaciones sectoriales y la crisis de las identidades partidarias tradicionales, el vínculo de representación, antes de cristalizarse en una tradición arraigada, se establece a partir de la construcción de una imagen en el marco de un espacio público mediatizado en donde la opinión pública aparece como la referencia privilegiada al ser interpelada, no a partir de la exposición de un predefinido programa partidario, sino mediante la promesa emitida por liderazgos políticos constituidos en el propio despliegue de este proceso (Fabbrini, 1999). Es decir, más allá de la inevitable presencia de aquellos antecedentes que pueden moldear la figura del liderazgo, estableciendo una representación preconcebida sobre el mismo, los nuevos príncipes de las escenas democráticas contemporáneas pasaron a definirse, más que nunca, por el ejercicio de un estilo político “actuante” estableciendo lazos directos con públicos mediáticos desenclavados de sus clásicas pertenencias. La primera dimensión entonces que distingue el proceso de personalización en nuestra era de lo político se relaciona entonces, como ya hemos dicho, con el nuevo rol que juegan los medios masivos de comunicación en la organización del espacio público y democrático. Pero asimismo, otro elemento que nos permite entender el referido proceso de personalización, y el rol protagónico que pasan a cumplir los liderazgos en el desarrollo del proceso político, se relaciona con el alto grado de complejidad que define el proceso de toma de decisiones en el mundo globalizado e interdependiente, en razón del cual, se legitima el poder de prerrogativa que detentan los presidentes, en un marco donde la idea de la confianza en dicha figura ejecutiva pasa a ocupar un rol central en el despliegue de la dinámica democrática de gobierno (Zermeño, 1989).

En este nuevo marco, los nuevos liderazgos dejaron de asentar entonces su legitimidad en la lealtad que profesaban ciudadanos agrupados en identidades partidarias definidas y consistentes, para dar lugar a un nuevo formato de apoyo ahora basado en el oscilante respaldo de una serie de popularidades evanescentes y transitorias (Svampa-Martucelli, 1997). Se desarticuló de este modo la figura del liderazgo del pasado, a través de cuya acción y mandato el pueblo se constituía y se hacía presente en el espacio público, y de ahora en más, las identificaciones entre los representantes y los representados, volátiles y pasajeras, se inscribieron asimismo en el juego procedimental que establece la democracia representativa. En definitiva, en un escenario político signado por un grado inusitado de incertidumbre, donde los liderazgos deben someterse a un proceso de relegitimación permanente, sobre la base de la doble lógica política, procedimental y deliberativa, que define al juego democrático, y en donde el pueblo -como representación del sujeto soberano- se reconfigura de forma ininterrumpida, los vínculos de confianza establecidos por estos nuevos liderazgos han demostrado ser cada vez más efímeros al igual que las coaliciones en las que asentaron sus bases de apoyo. Por consiguiente, la función representativa, lejos de descomponerse o desaparecer, se reactivó en tanto lógica fundante de lo político, bajo la forma de la constitución sin pausa de lazos de (re)identificación, escenificados y canalizados por estos líderes personalistas (Novaro, 2000).

A partir entonces de la consideración de este conjuntos de transformaciones en los formatos representativos de las actuales democracias, podemos justificar la pertinencia de una mirada teórica que piense a los liderazgos a partir de su capacidad creadora, para establecer aquellos principios y sentidos que definen a lo social y a las identificaciones de los representados (movimiento descendente del acto representativo), sin por ello dejar de considerar, no obstante, cómo los mismos se ven condicionados y limitados en el curso de este proceso por los trazos y relieves que distinguen a toda forma de sociedad en términos históricos e institucionales (movimiento ascendente del acto representativo). La propuesta entonces de pensar a los liderazgos a partir de la idea de la

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representación política queda validada en virtud del movimiento circular que esta supone, dotando a nuestro concepto de una naturaleza de tipo relacional (Latour, 2002). Pero al mismo tiempo, frente al riesgo de caer en una posible confusión de ambos conceptos, merece destacarse que producto de dicha asociación, la idea del liderazgo no deja de perder por ello su atributo específico, en función de su inscripción en la nueva era de lo político: su capacidad de acción instituyente. En otras palabras, el liderazgo será aquí entendido como aquel fenómeno mediante el cual se crea una figura representativa y se construye el lazo representativo, articulando bases sostenidas de consenso generalizado, y reconfigurando de forma decisiva el contexto en el que su acción se inscribe dados los cambios que definen a nuestras democracias contemporáneas. Pero, asimismo, estas funciones se revitalizaron en función de un conjunto de particularidades que marcaron la acción de los liderazgos en el caso específico del régimen político argentino.

A.3) El caso argentino: los trazos de una nueva paradoja.

La democracia argentina se definió, durante las largas décadas en las que el país se encontró sumido en una situación de crítica inestabilidad institucional, por la ausencia de un sistema regularizado de competencia electoral entre sus diferentes partidos políticos (De Riz y Smoulovitz, 1991)23. Dicha situación fue el producto del modo mismo en el que los sectores populares se incorporaron al sistema dando cuenta de la constitución de un espacio político dicotómico donde primó antes que nada la lógica de la exclusión entre las fuerzas políticas de nuestro sistema (Barros, 2002). El origen del peronismo y las reacciones que el mismo produjo, en el campo opositor, configuraron en definitiva un “juego imposible” que minó sistemáticamente la legitimidad del régimen democrático argentino (O’Donnell, 1972). Así los sucesivos golpes militares se repitieron impidiendo la constitución de un patrón estable de interacción partidaria y configurando una frágil democracia en términos institucionales.

Sin embargo, la ausencia de consolidación de un sistema partidario no impidió que la democracia argentina se organizara sobre la base de una forma de sociedad que se correspondió con el modelo de la democracia de partidos, según la tipología presentada por Manin (1998). Dicotómicas identidades partidarias, relativamente estables y estructuradas en torno a clivajes sociales y culturales más o menos nítidos, configuraron la escena política nacional dando forma a una lógica política de tipo movimientista24 en detrimento del peso que deberían cumplir, tal como supone dicho modelo, los dispositivos partidarios de mediación política (Cavarozzi, 1989). Polarizadas cosmovisiones partidarias, de un lado la peronista, del otro lado la antiperonista, estructuraron una lógica de mutua exclusión que volvió ilegítimo cualquier proceso de institucionalización, en el cual los actores del sistema pudieran reconocerse como meras partes del sistema, permitiendo así el curso de una dinámica pluralista de competencia electoral en la lucha democrática por el poder político. Este primer rasgo da cuenta entonces de la debilidad intrínseca que marcó desde siempre a los partidos argentinos, en tanto actores institucionales que cumplen funciones de agregación y canalización de las demandas ciudadanas y de la importancia que en su lugar ocuparon, en el despliegue y estructuración de la vida política nacional, los liderazgos de tipo personalista.

Fue sólo a partir de 1983, fecha fundacional del proceso de estabilización de la joven democracia argentina, que tuvo origen el desarrollo de un modelo de representación política de tipo partidario al desactivarse la lógica fundada en el simple peso de las “mayorías naturales” (Cheresky y Pousadela, 2004:17). La afirmación del voto como principio privilegiado de legitimación y el reconocimiento de los partidos como los actores centrales del proceso de mediación política hicieron posible el desarrollo sostenido del proceso de normalización de la vida democrática argentina desactivando progresivamente la referida lógica populista (Novaro, 1994). Se estableció un tipo de representación institucionalizada centrada en el rol central del parlamento y los partidos, actores a través de los cuales se pretendió organizar el curso de la vida política. De la mano de este proceso, se reforzó el esquema bipartidista de competencia política donde los partidos tradicionales de nuestro sistema parecieron afirmarse como canales fundamentales para la expresión de las preferencias ciudadanas y como instancias

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Los análisis de Cavarozzi (1989) y Abal Medina (1995) afirman también como rasgo característico del caso argentino la ausencia de un sistema de partidos. Una posición contraria podemos encontrarla en Grossi-Gritti (1989). 24

Nos referimos con dicho clivaje a un tipo de juego político en donde impera una lógica de un antagonismo radical en la cual las fuerzas políticas no se reconocen como partes del sistema, sino que por el contrario, negando la legitimidad de su oponente político, aspiran a su representación monopólica.

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constitutivas de identidades políticas (Quiroga, 2006:34). Pero la euforia partidaria duró apenas algunos años. Ya para principios de los noventa el conjunto de transformaciones, ya analizado, imprimió bajo una nueva forma la configuración de una sociedad donde la ciudadanía se reveló claramente decepcionada de cara a las promesas de institucionalización partidaria y de progreso económico que auguró el modelo de la transición a la democracia, y la propia dirigencia política, durante la primavera alfonsinista. En otros términos, expresando una nueva paradoja más de la accidentada historia política argentina, la regularización institucional de nuestro régimen político, lograda gracias a la aceptación de los comicios como fuente de legitimación democrática, y de los partidos políticos como principales actores del juego electoral, fue acompañada por una metamorfosis del formato partidario de representación política y un proceso de desencanto ciudadano frente a los partidos en el contexto de la dramática crisis hiperinflacionista que precipitó el fin de la gestión presidida por Raúl Alfonsín (Pousadela, 2005:200).

La ausencia de estructuración que marcó históricamente a las mediaciones partidarias en la vida democrática argentina habilita entonces una primera aproximación para comprender el rol determinante que los liderazgos políticos cumplieron en su despliegue y desarrollo. El imperio de una lógica dicotómica, de exclusión política, condenó a un estado de inestabilidad crónica a la democracia argentina favoreciendo, a su vez, el despliegue sostenido de un tipo de cultura política poco afín al respeto de las normas formales. Pero el lugar central que ocuparon en nuestro régimen político los liderazgos no sólo se explica por la consideración de estos elementos. Para completar este recorrido cabe a su vez mencionar el hiperpresidencialismo que define al sistema político argentino25, pero principalmente, merece considerarse que si este esqueleto institucional ha dado cauce a la revalorización del rol jugado por los liderazgos presidenciales, este proceso no puede entenderse sin abordar como el mismo se articuló y se superpuso con la aparición de particulares escenarios de emergencia política y económica que marcaron a fuego la historia reciente del país. La consideración de estos contextos y el rol desempeñado por la principal fuerza política del territorio nacional, el peronismo, es el último punto que cabe, muy brevemente, considerar aquí.

Las radicales y decisivas situaciones de crisis que la Argentina sufrió en el curso de los años 1989 y hacia fines de 2001 representan, en sintonía con lo observado en el escenario regional, dos momentos claves en la definición de las relaciones entre el Estado y la sociedad. En otras palabras, las mismas pueden ser pensadas como contextos donde se hizo patente la desarticulación definitiva de un determinado modelo de Estado y de un específico patrón de desarrollo. Además, ambas situaciones constituyeron el escenario de constitución de liderazgos de tipo personalista que, con sus semejanzas y diferencias, encaminaron un proceso de reconstitución de la autoridad política, reconfigurando y redefiniendo los lazos representativos.

En definitiva, a modo de cierre de este primer gran apartado, sostenemos que a partir de proceso de cambio registrado en la vida política y las particularidades relevadas del caso argentino (la tardía constitución del sistema partidario, el tipo de presidencialismo puro, la superposición entre un proceso de metamorfosis y momentos de crisis de la representación)26 es posible justificar la relevancia de detener nuestra atención sobre los procesos de constitución de aquellos nuevos liderazgos que detentan la función presidencial y son emergentes de particulares situaciones de crisis.

B) El proceso de constitución de los liderazgos de Carlos Menem y Néstor Kirchner.

En esta segunda parte de nuestro análisis, nos detendremos en el estudio del período comprendido entre el inicio de ambas gestiones presidenciales y la realización de los primeros comicios de renovación legislativa a

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En pocas palabras, podemos describir al mismo como un tipo de presidencialismo puro según la clasificación propuesta por De Riz y Smulovitz (1990). Este carácter, que lo diferencia de otros tipos de presidencialismo, quedó establecido mediante el establecimiento de diferentes disposiciones institucionales según prescriben diferentes artículos de nuestra constitución nacional (Nino, 1997). Particularmente cabe mencionar las siguientes: a) el poder ejecutivo asume un carácter personal (art. 74), b) los poderes del estado se definen por su separación en función de la existencia de diferenciados principios de elección y legitimidad (arts. 81-37-46), c) el mandato presidencial es rígido (arts. 77-78), d) el presidente es tanto el jefe del Estado como el jefe del gobierno (art. 86). 26

A estas dimensiones cabe agregar, por supuesto, la relación entre los liderazgos y el peronismo. Por cuestiones de espacio no hemos podido analizarla aquí. Para un estudio sobre la misma invitamos al lector a analizar los trabajos de Torre (1991), Palermo-Novaro (1996), Mustapic (2002), Aboy Carlés (2001), entre otros.

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los fines de identificar de qué modo se efectivizó el proceso de legitimación de las posiciones de autoridad de los liderazgos seleccionados. En este sentido, nuestra línea de interpretación se diferenciará de aquellas lecturas que abordaron el estudio, tanto del menemismo como del kirchnerismo, en función del peso que pudieron ejercer sobre su configuración los distintos dispositivos institucionales que definen a nuestro régimen político, o los múltiples condicionamientos que se derivan de los formatos organizacionales que caracterizan a los partidos que lo integran, centralmente al Partido Justicialista27.

Esta parte de nuestro trabajo se organizará de la siguiente forma. Comenzaremos, por el estudio del proceso de constitución del liderazgo menemista. Para ello, en primer lugar, procederemos a la descripción del contexto histórico-institucional en el que se inscribió dicho liderazgo definido por el curso acelerado de la situación de crisis hiperinflacionaria, por el origen del proceso de desapego de la ciudadanía en relación con los partidos políticos y finalmente, por la vertiginosa reconfiguración de las relaciones entre el Estado y la sociedad. En este marco, deliñaremos primero de qué modo Menem configuro su “figura representativa” y desarrolló su acción de gobierno tomando en cuenta la relación que el mismo estableció con la opinión pública, y el lugar que en este proceso le tocó ocupar al Partido Justicialista. En un segundo momento, nos abocaremos al proceso de institución del lazo representativo entre el liderazgo de Menem y la ciudadanía argentina28.

En relación con el proceso de constitución del liderazgo kirchnerista, que desarrollaremos en un segundo momento, el esquema de análisis que proponemos es similar. Esto nos permitirá avanzar en la realización de nuestros objetivos comparativos. Nuestro punto de partida será entonces el contexto histórico-institucional definido por la superposición de un proceso de metamorfosis y crisis de la representación política; por el inicio sostenido de un proceso de transformación de la sociedad argentina y del rol del Estado bajo lineamientos claramente opuestos a los establecidos en la década de los noventa y por el despliegue, finalmente, de un inédito proceso de fragmentación y desarticulación del sistema partidario argentino. Bajo este telón de fondo, estudiaremos así también su configuración como figura representativa y el proceso de recomposición del lazo representativo.

b.1) La situación de crisis y la construcción de Menem como figura representativa.

La victoria consumada de Menem en las elecciones presidenciales de mayo de 1989 lejos de producir un efecto componedor respecto de la situación de crisis que vivía el país contribuyó, por el contrario, a acelerar los comportamientos especulativos de los principales sectores económicos, con su correspondiente efecto en el alza sostenida de los precios internos. Las credenciales políticas del candidato riojano lejos de despertar la confianza del empresariado alentaron, por ese entonces, generalizados temores configurándose una situación donde primó la lógica del “sálvense quien pueda”. Los nuevos recambios ministeriales propuestos por el gobierno nacional y el anuncio del presidente Alfonsín del establecimiento de un plan de emergencia nacional recibieron la indiferencia o el abierto rechazo por parte de la inmensa mayoría de los grupos económicos y las principales fuerzas nacionales del país. Hacia fines del mes de mayo, se produjeron los primeros saqueos a comercios y supermercados en la ciudad de Rosario y en los barrios populares del Gran Buenos Aires (Clarín, 30/5/89). El gobierno declaró el Estado de sitio y a partir de ese momento la idea de la asunción anticipada del presidente electo, pautada originalmente para el mes de diciembre, terminó de tomar cuerpo en los mensajes trasmitidos por los principales medios nacionales y a ganar consenso entre los actores políticos tanto del oficialismo como de la oposición. A mediados de junio de 1989, en un marco de descontrol generalizado, donde continuaron sin pausa los actos de violencia29 y los precios de los bienes entraron en un inédito espiral inflacionario30, Alfonsín decidió -finalmente- presentar la renuncia, anunciando que abandonaría el poder en los últimos días del mes. “Asumiré en la peor crisis de la historia” declaró en esa oportunidad Carlos Menem, futuro presidente de los argentinos (Clarín, 13/6/89). El 23 de este mes el colegio electoral nacional consagró

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Dentro de esta línea, y para el análisis del menemismo, podemos mencionar aquí los importantes trabajos de Levitsky (2005) y Gutiérrez (1998). 28

Aunque es posible identificar entre ellas una separación entre momentos que se desarrollaron históricamente de forma consecutiva (pudiendo identificar el proceso del establecimiento del lazo representativo con la afirmación de una base más sólida de apoyos político-sociales) cabe destacar, sin embargo, que los límites entre los mismos no dejan de ser porosos y permeables. 29

Según la información difundida públicamente por el gobierno nacional dichos actos dejaron un saldo de 14 muertos y 80 heridos (Clarín, 2/6/89). 30

El índice inflacionario de junio fue del 114.5% en el costo de vida y de 132.2% en los precios mayoristas (Clarín, 7/7/89). Durante el mes de julio los mismos continuaron subiendo registrando un aumento del 196.6% en el costo de vida y del 208.2% en los precios mayoristas (Clarín, 8/8/89).

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formalmente la fórmula ganadora en los comicios de mayo, logrando canalizar la crisis mediante los procedimientos institucionales prescriptos31. Sin embargo, esto no impidió que Menem recibiera un país –literalmente- en ruinas. En comparación con los datos del año anterior, donde ya se registraba una evolución negativa de los diferentes indicadores macroeconómicos, el producto bruto interno nacional (PBI) experimentó en 1989 una caída del 6.2%, la producción industrial un descenso del 4.8%, la actividad agrícola del 9.2%, la construcción un retroceso del 24.4% y el desempleo aumentó del 3.9% al 7.3%32. Y a este cuadro hubo que sumarle el incremento descontrolado de los precios y la desconfianza generalizada en el gobierno que expresaron los principales actores económicos. Al llegar al poder, en efecto, los desafíos y los problemas que Menem enfrentaba eran no menos que gigantescos.

Así, desde los primeros días de su gestión, el mensaje que Menem buscó transmitir a la ciudadanía comprendió, en lo sustancial, la necesidad imperiosa de realizar un drástico plan de ajuste en la economía doméstica que permitiera al Estado, gracias a la instrumentación de un recorte radical de sus gastos y a una supresión considerable de sus funciones, recuperar su licuada capacidad financiera y recobrar entonces su capacidad para garantizar el orden e imponer un horizonte mínimo de estabilidad y previsibilidad33. La idea entonces de reformar al Estado, de desregular la economía, de privatizar los servicios públicos fueron monopolizando rápidamente el programa de gobierno y su discurso hacia la población, contrastando abiertamente con aquello que el presidente en funciones había prometido a su electorado durante la campaña electoral34; y en contra, principalmente, de los principios programáticos que definieron históricamente al peronismo, su fuerza política. La situación de crisis que sufría la Argentina exigía la aplicación de soluciones drásticas y extraordinarias. El caos económico reinante redujo el conjunto de alternativas políticas disponibles y provocó, al mismo tiempo, en función de su gravedad histórica, una situación de disponibilidad que habilitó, no sólo el curso de múltiples reconfiguraciones identitarias (Aboy Carlés, 2001:166), sino también la tolerancia pública frente a la realización de radicales procesos de transformación y de ajuste estructural35. El contexto histórico de inscripción de la acción menemista se definió entonces, en términos generales, por la presencia amenazante de la crisis heredada cuyo carácter inédito en términos de su gravedad supuso, según su propio relato, la puesta en riesgo de la comunidad política como tal. Fue en definitiva el propio lazo político, sobre el cual la misma se estructuró, que apareció puesto dramáticamente en juego (Sigal y Kessler, 1997:7).

En este marco, desde el primer momento, Menem buscó legitimarse en su rol como presidente de la Nación a través del intento de composición de un nuevo imaginario político donde su figura representativa se instituyó, para empezar, sobre la base de una imagen de sí mismo en donde él aparecía como aquel líder soberano capaz de restablecer el orden y asegurar la pacificación del país36. Se buscó, de este modo, asentar la fuente de legitimidad de su liderazgo en el establecimiento de una solución efectiva, en el contexto de esta trágica situación, condensando en su rol gobernante una primera figura: la imagen de un líder fuerte, con capacidad de decisión para refundar y regenerar la sociedad37. “Yo no voy a ser el simple administrador de una crisis. Yo no

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Recordemos que en ese momento los cargos de presidente y vicepresidente de la Nación eran elegidos de forma indirecta a través de la convocatoria al colegio electoral. El establecimiento de la elección directa del presidente mediante el voto no mediado del electorado será una de las principales disposiciones promulgadas en la reforma constitucional de 1994. 32

Ver Acuña (1995:70). 33

Advertía Carlos Menem: “Sería un hipócrita si lo negara. Esta economía de emergencia va a vivir una primera instancia de ajuste. De ajuste duro. De ajuste costoso. De ajuste severo” (Fuente: Palabras del Presidente. Mensaje de asunción del presidente Carlos Menem ante la Asamblea Legislativa, 8/7/1989). 34

Recordemos que los ejes de la misma se centraron en dos consignas, de amplio alcance, desde las cuales Menem buscó identificarse con el electorado popular de base peronista: la idea de la revolución productiva y el salariazo. 35

Como analizaremos más adelante, las preferencias ciudadanas no dieron cuenta en ese momento de la existencia de un consenso articulado y estructurado en torno de principios políticos y económicos de corte neoliberal, lo que predominó, más bien, fue una actitud de disposición a todo cambio que pudiera dar respuestas a la dramática situación de crisis que el país vivía (Palermo, 1999:200). 36

Declaraba en este sentido Carlos Menem: “…El gobierno que hoy se inicia va a ser un gobierno fuerte. Pero con la fuerza de la solidaridad, y no con la fuerza de la barbarie. Con la fuerza de la convicción, y no con la fuerza de la violencia. Con la fuerza de la razón, y no con la fuerza del temor. No vamos a protagonizar un gobierno autoritario. Vamos a protagonizar un gobierno con autoridad. Y para que la autoridad sea genuinamente autoridad, debe tener sólidas bases morales…” (Fuente: Palabras del Presidente. Mensaje de asunción del presidente Carlos Menem ante la Asamblea Legislativa Nacional, 8/7/1989) 37

Tal como lo ilustra el siguiente extracto de su discurso frente a la Asamblea legislativa: “Como mandatario de la ciudadanía, tenía una necesidad dramática el último 8 de julio. O me transformaba en un simple testigo de la crisis, o me decidía a encarar una transformación en serio. O gerenciaba nuestra pobreza, o ponía en marcha un cambio de raíz, que debe conducir al aprovechamiento más genuino de nuestra riqueza. O era el líder del status quo, del más de lo mismo, de un libreto probado y fracasado, o convocaba a todos los argentinos para dar vuelta una página histórica de nuestra vida” (Fuente. Discurso frente a la Asamblea Nacional. Apertura del 108° período de sesiones ordinarias, 1/5/1990)

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voy a ser el representante de una sociedad en decadencia. Yo no voy a ser la triste fachada de un país en desgracia”, afirmaba en este sentido el presidente durante uno de los aniversarios de la Bolsa de Cereales de la Ciudad de Buenos Aires38.

Pero, al mismo tiempo, dicha figura se duplicó en la promoción de otra imagen, ya presente durante el proceso político que marcó su llegada a la presidencia, mediante la cual el mismo se presentó explotando el contacto directo con la gente, expresando sin mediaciones sus intereses, emergiendo entonces acá entonces la imagen del hombre común de lenguaje llano y coloquial que guiado por sus pasiones, por sus sinceros sentimientos, lograba encarnar los deseos del pueblo de manera inmediata39 (Novaro, 2000b:171).

Esta doble imagen se asoció, asimismo, con otra de las dimensiones que compusieron su figura representativa: su estrategia de emergencia en tanto dirigente ajeno al mundo de la corporación partidaria, es decir, como aquella autoridad capaz de colocarse por encima de las banderías políticas, logrando expresar la unidad del cuerpo político y pudiendo sintonizar, de este modo, con el clima de desapego partidario que comenzaba a instalarse de forma evidente en la población argentina40.

Pero aclaremos que no fue meramente la configuración de este estado de opinión lo que nos permite explicar la acción en este sentido del liderazgo analizado. Fue sobre todo el peso de su decisión, en función de la base de apoyos que Menem pretendió articular en este primer momento, lo que cabe considerar para comprender el proceso de marginalización que experimentó el Partido Justicialista, su estructura política de referencia, como analizaremos en detalle más adelante. En definitiva, contrastando con el clima político-cultural que marcó a la década de la transición a la democracia, la población manifestaba ahora una desconfianza cada vez más pronunciada respecto de los políticos profesionales y de las instituciones representativas, y el liderazgo menemista operó en este sentido, buscando potenciar este estado de opinión, en sintonía con un tipo de democracia que ya se definía por un proceso de metamorfosis en sus formatos de representación política (Manin, 1998).

Junto entonces con la explosión de la crisis hiperinflacionaria -y sus efectos descomponedores sobre el lazo social-, los primeros indicadores claros de dicha desconfianza se presentaron como uno de los elementos centrales que hicieron a la configuración del contexto histórico-institucional que marcó la constitución del liderazgo menemista. Pero no fueron los únicos. Si Menem operó en sintonía con este estado de cosas, al mismo tiempo, otro aspecto distintivo de dicho contexto fue su voluntad de alterarlo drásticamente a través del establecimiento de diferentes políticas públicas que fueron modificando de forma progresiva la relación entre el conjunto de la sociedad y el propio Estado. Este proceso nos remite directamente a la presentación de la última dimensión que formó la figura representativa de Carlos Menem, durante esta primera etapa de su gestión. Dicha figura, resumiendo lo presentado hasta ahora, se compuso por la exposición de la imagen de sí mismo (tanto en su figuración duplicada como líder soberano y hombre común, como a partir la estrategia de emergencia presentándose por fuera de la corporación partidaria); pero además la misma comprendió la defensa del proyecto de la reforma económica, constitutiva de su figura de imputación.

Fue entonces desde la prédica de la defensa de un nuevo modelo de sociedad que Menem buscó también afirmar las bases de su popularidad. No obstante, cabe destacar que fue la primera dimensión aludida la que

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Fuente: Discurso del Presidente. Secretaria de Prensa y Difusión de la República Argentina. Mensaje del Presidente Carlos Menem en la ceremonia del 135 aniversario de la Bolsa de Cereales (24/10/1989). 39

Carlos Menem sostenía en este sentido: “…Vamos a tener la convicción necesaria como para no detenernos, no demorar el paso, no escatimar soluciones, no dudar. Pero también vamos a tener la lucidez indispensable para no caminar en círculos, para no aislarnos en el frío e impersonal ejercicio del poder. Esta será una gestión de cara a la gente, cerca de sus necesidades y anhelos, atenta a los reclamos y expectativas de toda la Nación (…) Esta inmensa emergencia nacional, requerirá de un contacto directo con toda la población, un intercambio de opiniones, un debate fecundo para poder instrumentar las políticas más adecuadas…” (Fuente: Palabras del Presidente. Mensaje de asunción del presidente Carlos Menem ante la Asamblea Legislativa Nacional, 8/7/89). 40

Para una referencia a diferentes datos de opinión que validan lo dicho, nos remitimos al estudio presentado de Catterberg (1991:56). En el mismo, podemos observar de qué modo la imagen positiva de los partidos políticos se fue deteriorando a medida que nos acercamos al principio de la década del noventa, y en ella -como ya afirmamos- esta tendencia no dejará de afirmarse. Al respecto, para corroborar lo dicho, podemos citar el estudio de la consultora Mora & Araujo, incluido en el trabajo de Acuña (1995: 35), en el cual se sostiene que si en octubre de 1989 un 68% de la ciudadanía consideraba que los partidos políticos contribuían al bienestar general, en noviembre de 1993 dicho porcentaje se redujo al 49% y en agosto de 1995 al 42%.

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ocupó un lugar central y privilegiado en el conjunto de interpelaciones menemistas en esta primera etapa; la segunda, la figura de imputación, comenzó apenas a articularse hacia el fin de 1989, para asumir una forma más acabada ya entrado su tercer año, una vez que se puso en marcha el plan de convertibilidad cambiaria y que el menemismo logró revalidar el curso de su gestión con el triunfo registrado en los comicios legislativos de septiembre de 1991, dando origen así al proceso de consolidación de su autoridad política.

Volviendo ahora al análisis sobre el curso de la reforma económica, la misma se correspondió en esta etapa germinal con la realización necesaria de un proceso de transformación estructural, que asumió un carácter fundacional, y que se expresó concretamente en la puesta en marcha de dos proyectos esenciales: la reforma del Estado y la ley de emergencia económica. Estas dos políticas públicas dotaron de sentido a los primeros trazos de la figura de la imputación desde la cual Menem buscó seducir al electorado, asentando las bases de su autoridad política y legitimando la aplicación de una estrategia reformista de corte radical en vistas de la constitución de lo que públicamente se conoció como el modelo de la “economía popular de mercado”41.

Particularmente, los proyectos de ley aludidos representaron los ejes cardinales de la gestión económica presidida por el ministro Néstor Rapanelli, representante del poderoso grupo multinacional Bunge & Borg, quién ocupó su cargo en el gobierno menemista desde mediados de julio de 1989, luego de que finalizara repentinamente el brevísimo mandato a cargo de otro representante de dicha firma, el economista Miguel Roig42. Al poco tiempo de iniciada su gestión, y en paralelo a la aplicación de una política rigurosa de estabilización que se tradujo en medidas de congelamiento de precios, pautadas entre el gobierno y diferentes empresas líderes por el curso de noventa días (Clarín, 18/7/89), por un lado, y en los planes de reducción del déficit estatal a través de la suba de los precios de los servicios públicos, por el otro, se fue perfilando la aplicación de una verdadera reforma estructural a través de la aprobación en el Congreso nacional de los diferentes proyectos de ley43.

Luego de un primer momento de la relación con los principales actores económicos, marcado por la incertidumbre y la desconfianza, el curso sostenido de los proyectos de reforma, antes mencionados, fue acercando a estos grupos de forma progresiva al gobierno dando los primeros signos de una alianza que se reveló tan duradera, como inédita, entre el peronismo y los sectores dominantes (Sidicaro, 2002:161)44. Pero para llegar a este punto de la relación todavía faltaba recorrer un largo, y todavía muy riesgoso camino. En concreto, por el momento, luego del nombramiento de Erman González como nuevo ministro, en diciembre de 1989, el presidente Menem decidió desarticular los principios generales del modelo expresivo para dar paso nuevo esquema, en el marco del cual el gobierno recuperó cierta autonomía frente a dichos sectores, optando ahora por incorporar al mando de la cartera económica a una figura perteneciente directamente a su riñón político (Novaro y Palermo, 1996).

b.2) Hacia la articulación de una base de apoyos: el establecimiento del lazo representativo.

Algunos meses después, para principios del mes de abril de 1990, en un contexto de alta incertidumbre para el gobierno se convocó, desde sectores identificados con el menemismo, a la realización de una movilización popular con el objeto de ratificar el rumbo adoptado por la gestión y de respaldar la profundización del proyecto de reforma. Se programó así la convocatoria a la “Marcha del Sí a las privatizaciones, del Sí a la Reforma del Estado”, en un marco donde las tradicionales mediaciones institucionales quedaron particularmente

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En las propias palabras del presidente Carlos Menem, la economía popular de mercado: “…tiene por principio y por fin la justicia social. La anima la búsqueda del crecimiento y del desarrollo para el bien del conjunto […] La economía popular de mercado no busca el progreso por el progreso mismo, sino que entiende el bienestar como sustento básico para la felicidad del pueblo”. (Fuente: Discurso del Presidente. Secretaria de Prensa y Difusión de la República Argentina. Extractos seleccionados del discurso pronunciado ante la Confederación General Económica el día 7 de julio de1989). 42

En efecto, la muerte del economista Miguel Roig el 14 de julio, sólo una semana después de haber sido nombrado como ministro, agregó mayor incertidumbre a un coyuntura ya claramente caótica. 43

El primero de los mismos tuvo como fin central la desarticulación integral de aquellos mecanismos que dieron lugar a la consolidación del modelo del capitalismo asistido en la Argentina, desde mediados de los años cuarenta (Torre y Guerchunoff, 1996:736). El segundo de ellos, por su parte, tuvo como fin esencial desmontar otro de los pilares del patrón de desarrollo preexistente al fijar el marco normativo para la privatización de diferentes servicios públicos (ferrocarriles, rutas y puertos) y de distintas empresas que hasta ese momento se encontraban en manos del Estado. 44

Otro indicador claro en este sentido fue la decisión de Menem de incorporar a la alianza de gobierno a buena parte del elenco partidario de la UCEDE, fuerza ubicada a la derecha del espectro político y defensora a ultranza de las máximas del liberalismo económico y los principios de la economía de mercado.

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desplazadas45. Esto quedó ilustrado, para empezar, por el hecho de que la misma no fue organizada desde el partido político de pertenencia del presidente, sino a partir de la acción de sus allegados directos, más relacionados con su persona que referenciados en dicha estructura, y desde la acción de un conjunto de figuras mediáticas que, aprovechando su incidencia sobre la opinión pública, reclamaron en los diferentes diarios nacionales la necesaria participación de la ciudadanía en dicho acto, constituyéndose en verdaderos defensores de la causa menemista sin estar identificados, por ello, con el movimiento nacional justicialista.

La histórica Plaza de Mayo se vio desbordada el viernes 6 de abril por una multitud superior a los 60.000 ciudadanos que se reunieron para expresar su adhesión al rumbo gubernamental en un marco donde se destacaron aquellos que lo hicieron sin estar encuadrados en mediaciones partidarias o sindicales de pertenencia (Clarín, 7/4/89). Miles de personas manifestaron así su adhesión al presidente Carlos Menem recreando un lazo directo con su persona y ensalzando su independencia frente a cualquier tipo de maquinaria política46. También por supuesto hubo una muy buena cantidad de simpatizantes de origen popular, identificados con el peronismo y movilizados a través de su estructura, que por primera compartían la plaza con los miembros de los sectores más acomodados de la ciudad y adherentes en buena parte a la UCEDE, partido de la derecha liberal que también participó de la convocatoria. Extrañamente, en este acontecimiento público, los polos de la escala social se encontraron en la misma vereda política, unidos en la identificación con la figura de Carlos Menem. Se anticiparon de esta forma los rasgos centrales de la composición de aquella coalición política, en la que se respaldará electoralmente el presidente, y que se fue conformando al calor de los diferentes comicios legislativos que se fueron sucediendo en los próximos años para encontrar, en las elecciones presidenciales de 1995, la expresión de su forma más acabada (Gervasoni, 1998:9).

Las repercusiones de este suceso público fueron inmediatas. El mismo escenificó la distancia del presidente respecto de los tradicionales marcos institucionales de referencia y los principales actores de la movilización política (los partidos y los sindicatos) como también la inédita presencia que asumía, en el espacio público, una ciudadanía desenclavada de las tradicionales pertenencias partidarias. En este contexto, el vínculo entre el presidente y el Partido Justicialista entró en su impase más pronunciado.

La relación entre Menem y el Partido Justicialista durante el proceso de llegada a la presidencia, desde el nacimiento de la experiencia renovadora hasta el triunfo en los comicios presidenciales de mayo, estuvo marcada por un complejo juego signado por la oscilación entre la distancia del presidente respecto de dicha estructura, reflejada en su pretensión de presentarse como aquella figura que podía encarnar el sentir popular sin mayores intermediaciones, y su acercamiento a ella, cuando primaron los cálculos estratégicos a la hora de sumar apoyos electorales. En esta primera etapa de su gestión, desde su asunción y hasta la realización de las elecciones legislativas de septiembre de 1991, Menem buscó estructurar una base de respaldos amplia, fluida, marcada por su heterogeneidad y su carácter inorgánico yendo en contra, abiertamente, de las líneas y principios históricos con los que se identificó el peronismo.

En definitiva, la realización de la “Plaza del Sí” visualizó y puso en escena la composición de un apoyo explícito en torno a la necesidad de reformar el Estado, desregular la economía y avanzar en el proceso de privatizaciones de los activos públicos. La identificación con la figura presidencial se hizo visible a través de una masiva y sorpresiva movilización pública de respaldo: comenzaron a dibujarse entonces los primeros trazos de un nuevo lazo representativo47.

En el contexto de una situación de crisis generalizada donde, como ya sostuvimos, se instaló la idea de la inminente disgregación del lazo social Carlos Menem, en su rol de máxima autoridad de la República, decidió poner en acto un mensaje a la ciudadanía estructurado sobre la base de la necesaria apelación a la unión de

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En efecto, el Partido Justicialista como los sectores sindicales nucleados en las 62 organizaciones decidieron su apoyo a último momento, generando todo un juego de suspicacias respecto de su verdadero compromiso con el rumbo del modelo (Clarín, 5/4/90). 46

Respaldando esto cabe mencionar la encuesta de opinión realizada durante la Marcha del Sí y publicada en un diario nacional, según la cual el 63% de los participantes expresó que en ese momento votaría por Menem y sólo el 10% que lo haría por el Partido Justicialista (Fuente: Encuesta realizada por la FUCADE. Diario Clarín, 15/4/1989). 47

Aclaremos que si bien dicho lazo comenzó a estructurarse en este momento de una manera más definida, el mismo alcanzó un status más articulado y consistente luego del triunfo menemista en los comicios legislativos de septiembre de 1991.

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todos los argentinos48.Se intentó borrar así entonces las separaciones, eliminar las divisiones, diluir los antagonismos, se buscó recomponer el vínculo representativo a partir de la inscripción de todos los habitantes del territorio nacional en una misma unidad de pertenecía. Se propuso, en definitiva, imprimir una forma inclusiva al conjunto -siempre variado y en conflicto- que componen los representados incluyendo a todos ellos en un nosotros común, sin distinciones, consumando, mediante dicha operación, la creación del pueblo como unidad homogénea (Aboy Carlés, 2001:291). Este fue el primero de los significados que asumió la idea de la unidad nacional; aunque no fue el único (Barros, 2002:162).

Se apeló además a la reconciliación de los argentinos desde la construcción de un proyecto político, que instalado en el presente y de cara al futuro, proponía una síntesis entre liberalismo y peronismo pretendiendo armonizar aquellas corrientes de ideas que marcaron a fuego los trazos más importantes de la tradición política nacional, desde veredas siempre separadas y en eterno conflicto49. En el terreno político-partidario, esta interpelación discursiva se concretizó en el conjunto de alianzas que el menemismo estructuró de manera decida, articulando su base de apoyos, tanto con la representación partidaria de la derecha liberal como con los grupos del poder económico más concentrados y poderosos. Por último, la idea de la unidad nacional se expresó, también, en el proceso -ya analizado- de la recomposición de la autoridad presidencial y la presentación de Menem como líder soberano.

Efectivamente, el mensaje de la unidad nacional se enlazó con el proceso de construcción de Menem en tanto líder excepcional que en función de su capacidad para decidir podía poner fin a la situación de crisis y recomponer un nuevo orden. Se actualizó entonces, a partir de esta imagen, un lazo representativo de tipo delegativo en donde Menem reunía en su figura el poder soberano de mandar transferido por una ciudadanía desencantada que asumía una posición pasiva (O’Donnell, 1992:12). Pero el mensaje de apelación a la unidad nacional encontró también una articulación directa con la otra faz de aquella imagen de sí mismo que Menem buscó transmitir, es decir, con su presentación en tanto hombre común, unido con el pueblo en su sentir y sufrir cotidiano, recreando ahora con él un lazo representativo de tipo fusional50. Tanto esta imagen duplicada, como la configuración de dicho lazo doble, no pueden pensarse sin hacer referencia a la construcción a su vez de un “todos común” idéntico a sí mismo. Ya sea desde las alturas en donde la figura presidencial se posicionaba para poder decidir, y así salvar a los argentinos del caos, o desde el contacto inmediato con el pueblo, donde Menem se inscribía para fundirse con sus deseos y demandas, se presentó un mensaje que no hacía distinciones entre los argentinos, que buscaba eliminar cualquier separación político-partidaria entre ellos, para integrarlos a todos en una misma familia. Desde ambas posiciones, la presentación de Menem como un actor identificado con un universo partidario específico se diluía, borrándose de este modo sus marcas identitarias distintivas como miembro de la dirigencia política51.

Por consiguiente, dicho mensaje de unidad se estructuró en su conexión con la estrategia de emergencia que Menem puso en acto donde, como ya hemos visto, el mismo se presentó por fuera de la corporación partidaria completando -junto con la presentación duplicada- la configuración de la imagen de sí mismo en el curso de su establecimiento como una figura representativa. Pero además, dicho mensaje se compuso a partir de la

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A los fines de ilustrar la presentación de esta idea, presente de manera repetida en los mensajes presidenciales dirigidos a la ciudadanía, cabe reproducir el presente extracto del discurso pronunciado por Menem durante el acto de repatriación de los restos de Juan Manuel de Rosas: “…Yo no soy el presidente de un país partido por mitades. Yo no soy el jefe de una familia desunida. Yo no soy el administrador de un hogar en desgracia. Yo no soy el impostor de una fugaz esperanza, ni el demagogo de un próximo desencanto. Soy el presidente de todos los argentinos…” (Fuente: Secretaría de Prensa y Difusión. Mensajes del Presidente Carlos Menem, Ciudad de Rosario, 30/9/1989). 49

En el sentido de lo aquí afirmado Menem se preguntaba: “… ¿Es posible construir una verdadera patria sobre el odio entre los hermanos? ¿Es posible la Argentina si continuamos desgarrándonos sobre nuestras viejas heridas? ¿Es posible una “Nueva y gloriosa Nación”, si continuamos alimentando odios, recelos, sospechas entre compatriotas?... (Fuente: Secretaría de Prensa y Difusión. Mensajes del Presidente Carlos Menem, Ciudad de Rosario, 30/9/1989). 50

Ejemplos de la pretensión de instituir dicho lazo pueden encontrarse en los siguientes extractos de sus mensajes públicos a la ciudadanía: “No deseo hablarles tan sólo como Presidente de la República, no deseo dirigirme a cada uno de ustedes simplemente como gobernante, ni siquiera como político. Les quiero hablar como un hermano más, como un argentino más, como un hombre que sufre, sueña, trabaja y espera todo de esta Nación” (Fuente: Discurso Presidencial. Acto de repatriación de los restos de Juan Manuel de Rosas, Ciudad de Rosario, 30/91989). 51

En este sentido Carlos Menem afirmaba: “Y como ustedes saben estamos llevando adelante una auténtica revolución productiva en un marco que no está cegado por cuestiones ideológicas o partidocráticas. Yo no he sido elegido para gobernar un sector de la comunidad nacional ni para representar un partido. He sido elegido para gobernar y representar a todos los argentinos. Para nosotros la Nación está muy por encima de cualquier ideología, interés grupal, presión sectorial o lobby de intereses” (Fuente: Secretaría de Prensa y Difusión. Mensajes del Presidente Carlos Menem. Primeras Jornadas internacionales sobre Privatización, regulación y competencia 14/9/1989).

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construcción de un determinado público de referencia, a través del cual se creó un auditorio específico, como receptor de sus mensajes, recurriendo para ello a la utilización de determinadas formas de interpelación. El análisis de esta dimensión y el abordaje de la construcción de la idea de la alteridad (en donde incluimos el establecimiento de los límites inclusivos y exclusivos, y la figura del Otro) nos permitirán terminar de presentar los elementos que integraron el proceso de institución del lazo representativo.

En concreto, respecto de la primera de estas dimensiones, sobresalió en este caso la presencia de figuras despolitizadas donde se borró cualquier apelación a un colectivo partidario específico de pertenencia. Denominaciones vagas y ambiguas como “hermanos y hermanas de mi patria” serán los términos seleccionados por Menem para buscar soldar, a partir de un mensaje de notorias resonancias religiosas, la unión de todos los argentinos en una misma comunidad de pertenencia. Quedó definido así el límite inclusivo52. Nuevamente la situación de crisis y el contexto de dilución del entusiasmo ciudadano respecto a las estructuras partidarias apareció como el marco habilitante en el cual Menem decidió interpelar a los argentinos tomados en su conjunto, buscando establecer con todos los ciudadanos, sin distinciones, un nuevo tipo de lazo representativo. Desaparecía así, en dicha forma de interpelación, la presencia de aquél enemigo existencial, de aquél adversario social que dio cuerpo al discurso y a la retórica del peronismo clásico (Canelo, 2005:9). Por el contrario, en un contexto histórico-institucional signado por la construcción de colectivos de identificación, más volátiles y fluctuantes, de nacimiento repentino y muerte prematura, distintos claramente de las más consistentes identidades políticas, que fueron protagonistas de la vida política en los tiempos de las democracias de masas, Menem legitimó su autoridad política trazando límites inclusivos (en la presentación de una Argentina sin divisiones) y cuando se definieron los exclusivos, éstos asumieron claramente una forma novedosa.

Brevemente, fue distintivo de su acción, en este sentido, que los contornos de su público de interpelación y de referencia se establecieran no en la oposición con un “otro”, en tanto enemigo social y político personificado en una determinada clase o sector social, sino en la presencia de una frontera que se construyó en la negación del aquél pasado inmediato que precedió a la asunción menemista (Aboy Carles, 2001:307). Es decir, el pasado de la inflación, de la crisis, del proteccionismo, de la presencia asfixiante del Estado todo poderoso53.

Para resumir entonces, dicho lazo encontró en la idea de la unidad nacional su pilar de referencia. A su vez, esta idea se articuló principalmente con la creación de un nosotros inclusivo y la presencia de un límite excluyente donde el enemigo social desapareció y su lugar fue ocupado por la necesaria ruptura con un pasado presentado como ominoso. Pero la constitución del lazo supuso también la construcción de un público de referencia, que en sintonía con el mensaje de la unión nacional apareció despolitizado, depurado de la apelación a colectivos específicos de pertenencia y teñido de una notoria resonancia religiosa. Esta apelación nos permitió incluir en el abordaje del proceso del establecimiento de dicho lazo la conexión entre la idea de la unidad y la imagen de sí mismo, dimensión integrante -junto con la figura de la imputación- de la construcción de Menem como figura representativa. En este proceso, la imagen de sí mismo se estructuró, por un parte, a partir de presentación como hombre excepcional y como hombre común (y de su traducción en el proceso de configuración del lazo representativo: el doble vínculo delegativo y fusional); por la otra parte, mediante una estrategia de emergencia en la cual su persona aparecía por fuera de la corporación partidaria, desvalorizando las mediaciones político-institucionales. La presentación de la centralidad que asumió la unidad nacional y la configuración bajo una nueva forma de la idea de la alteridad (en la que incluimos la reconfiguración de la idea del enemigo y el establecimiento de los nuevos límites exclusivos) como de su auditorio de referencia despolitizado constituyeron, junto con su articulación directa con la presentación de la imagen de sí mismo,

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Menem sostenía: “El gobierno de unidad nacional es propiedad de todos los argentinos. Nadie puede sentirse indiferente. Nadie puede sentirse no convocando” (Fuente: Mensaje de asunción ante la Asamblea Legislativa. 1/8/1989). 53

Diferentes extractos de los mensajes públicos de Carlos Menem dieron cuenta de la pretensión de establecer dicho límite. Citando alguno de ellos: “Al mismo tiempo que tuvimos que apagar el incendio de la hiperinflación empezamos también a poner en marcha nuestro proyecto mas acariciado: la Revolución Productiva y la economía popular de mercado. Comenzamos así a sentar las bases de un nuevo sistema económico que combina libertad y justicia, mercado y solidaridad, retribución al mérito y asistencia social. Quisimos dejar atrás para siempre a la Argentina del Estado subsidiador y del empresariado cortesano. A la Argentina cerrada y autárquica, a la Argentina del atraso, y del desaliento, chata y postergada” (Fuente: Discursos del presidente Carlos Menem. 65 Aniversario de la Cámara Argentina de Comercio, 30/11/1989).

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como líder soberano- fusional y como figura ajena a la corporación partidaria, los pilares centrales del proceso de construcción del imaginario menemista.

A partir del cruce de estas diferentes dimensiones comenzaron a articularse las bases sobre los cuales se organizó dicho imaginario político desarrollándose así el proceso de constitución de su liderazgo. Este proceso encontró en la multitudinaria marcha del Sí su primera puesta en escena, su acto de nacimiento, para adoptar, luego del triunfo en los comicios legislativos de septiembre de 1991 (gracias a la articulación de la figura de imputación en torno de la idea de la estabilidad), una forma más estabilizada.

En otras palabras, a partir de dicha convocatoria pública se fue estructurando progresivamente un apoyo sostenido, principalmente en la opinión pública, respaldando el curso de la profundización del modelo reformista encarnado en la figura presidencial cómo única salida frente a la crisis. Fue tomando forma así un consenso de “fuga hacia adelante” en donde la ciudadanía depositó en la persona de Menem la responsabilidad de poder realizar el proyecto de transformación en curso y avanzar en el camino de su salvación, dejando atrás el dramático contexto de crisis (Novaro y Palermo, 1996). Sobre la base de esta acción, Menem afirmó entonces, en esta primera etapa, su popularidad en su relación con las volátiles corrientes de opinión y en detrimento de respaldos más organizados. Su base de referencia fue, en este momento, un agregado de límites muy porosos que funcionaba con la lógica más bien de una “contra-elite” donde los seguidores de turno se disputaban sin contemplaciones el beneplácito del líder (Sidicaro, 1995: 129)54.

No obstante, este esquema tendió progresivamente a modificarse. Inesperados acontecimientos que se sucedieron durante la segunda mitad del año 1990 abrieron nuevas posibilidades que habilitaron la reconfiguración de la relación entre el gobierno menemista y el justicialismo, y el avance en el proceso, ya en curso, de reconstitución de la autoridad política presidencial55. Asimismo, un giro radical en dicho proceso se produjo a partir de la aprobación del llamado “plan de convertibilidad cambiaria” impulsada por el nuevo ministro de economía, Domingo Cavallo.

A partir del primero de abril de 1991, la ley de convertibilidad entró en vigor luego de ser aprobada por la mayoría de los diputados justicialistas, y sus aliados ubicados a la derecha del espectro político, junto con las fuerzas políticas de origen provincial (La Nación, 2/4/1990).La reorganización económica que la misma supuso fue integral. Dicha ley no puede ser pensada sin considerarla en su relación directa con la ola de reformas estructurales en curso. Es decir que su aplicación fue concebida de manera ensamblada y articulada con el curso de los procesos de privatizaciones de los activos públicos, con la política de liberalización y desregulación de las relaciones comerciales, con la política de reforma administrativa de la estructura estatal y con el compromiso de respetar las metas acordadas con los organismos internacionales de crédito. En otras palabras, el plan de convertibilidad se estableció en tanto pieza clave y constitutiva del conjunto de transformaciones que buscaron reconfigurar de manera radical y drástica las relaciones entre el Estado y la sociedad en la República Argentina.

Los primeros resultados positivos de su aplicación, en términos de poder controlar la suba de los precios internos, le permitieron al menemismo ir despejando progresivamente las dudas y los temores existentes de cara a las elecciones de medio término56. En vistas precisamente de la realización de dichos comicios, en el próximo mes de septiembre, el presidente Carlos Menem buscó reposicionar al Partido Justicialista, ahora bajo

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En los momentos fundacionales del gobierno menemista dos sectores estructuraron su inorgánica base de respaldos. Por un lado, los llamados sectores “rojo punzó” ligados algunos a sectores sindicalistas y otros al nacionalismo carapintada, y que acompañaron al presidente desde la primera hora (entre ellos podemos nombrar a Luis Barrionuevo, Néstor Kohan, Cesar Arias y Julio Mera Figueroa) y por otro lado los “celestes”, de antecedentes en la renovación peronista y con credenciales más partidarias (Eduardo Bauzá, Eduardo Menem, José Luis Manzano, Carlos Corach). Entre ambos sectores se expresaron las luchas palaciegas por la conquista de las diferentes posiciones de poder y la posibilidad de ejercer una influencia sobre las decisiones del máximo líder (Novaro, 2009:375) 55

Nos referimos al proceso que abrió la derrota de Cafiero en las elecciones bonaerenses de agosto de 1990 y la posibilidad que las mismas habilitaron en términos de que Menem lograra, tiempo después, hacerse con el control de la estructura nacional del Partido Justicialista. 56

Desde el mes de mayo de 1991, los aumentos en los precios fueron decreciendo. En julio se registró una suba del 2.6% en el costo de vida, siendo la más baja desde febrero de 1986 (Clarín, 3/08/91). A partir del mes de septiembre ya se constató un proceso de deflación en los precios internos (Clarín, 4/9/91).

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su exclusivo control, dentro su heterogéneo universo político de referencia. En este sentido, la realización del Congreso de actualización doctrinaria, realizado a mediados del mes de marzo de 1991, fue una ilustración de los primeros signos concretos de cambio que empezaron a visualizarse en la relación entre su persona y el partido57. El respaldo de la estructura de movilización justicialista y la garantía del respaldo del voto popular peronista eran condiciones irrenunciables en sus cálculos para poder obtener la victoria en las elecciones legislativas de septiembre. El proceso de composición de la oferta política en el plano nacional dio cuenta precisamente de la subordinación de dicha estructura partidaria a la autoridad menemista58.

Cuando llegó la hora de las urnas, la expresión de la voluntad ciudadana fue categórica. El Partido Justicialista triunfó en diez de las doce provincias que renovaron sus autoridades legislativas y ejecutivas en septiembre. Sumando así los porcentajes que obtuvo el gobierno nacional durante todo el proceso electoral, realizado entre los meses de agosto y diciembre en las diferentes provincias del territorio, el mismo alcanzó el 40.22% de los votos, sumando un total de 61 diputados y relegando a un lejano segundo lugar a la Unión Cívica Radical que debió conformarse con el 29.03% de los votos; aunque dicha fuerza política logró, en razón de las distorsiones presentes en el sistema electoral argentino, la conquista nada despreciable de un total de 43 bancas en la cámara baja. Dicho triunfo reveló, al mismo tiempo, el carácter instituyente que definió a la acción política protagonizada por Carlos Menem. La adhesión al conjunto de reformas neoliberales, y a la idea de la estabilidad que comenzaba ahora de manera decidida a manifestar la población, no fue el resultado de un compromiso previo con la realización de un proyecto de reforma de mercado ya existente en la ciudadanía (Palermo, 1999:209). Apenas un año antes, solamente una franja reducida de la población argentina manifestaba una adhesión efectiva a dicho proyecto de transformación estructural59. Por ese entonces, la significativa mayoría de la misma se encontraba más bien en una posición expectante, anhelando la puesta en marcha de un cambio inmediato que pudiera liberarla de la situación de padecimiento cotidiano al que la sometía el curso de la inestabilidad en lo económico, y sobre todo, la amenaza hiperinflacionaria. La acción menemista, mediante la cual se articuló el respaldo al programa neoliberal, de esta forma, no puede ser presentada entonces como el reflejo de algo que ya estaba dado, presente y estructurado en el campo de los intereses de los grupos sociales o en las preferencias de la opinión pública. En lugar de cumplir con una mera función expresiva, Menem constituyó su liderazgo mediante un tipo de acción que instituyó, que formó, que creó el conjunto de expectativas de la población. Por supuesto -como ya hemos visto- dicha acción no operó en el vacío, se desarrolló en un contexto histórico e institucional que la habilitó, pero al mismo tiempo -como también desatacamos- la misma excedió cualquier marco, es decir que lo desbordó instituyendo algo nuevo, algo que antes no existía.

b.3 Kirchner: el proceso de construcción de su autoridad y la emergencia de su figura representativa.

Aquello que definió la llegada al poder de Néstor Kirchner, casi catorce años después del triunfo menemista en los comicios presidenciales de 1989, fue (a diferencia de la situación que marcó la victoria del ex gobernador riojano) su situación de crónica debilidad. En efecto, ella fue el resultado del módico apoyo electoral que recibió su persona en las elecciones presidenciales de abril de 2003 (apenas un 22.24% de los votos) y de que buena parte de dicho respaldo no le pertenecía ya que lo había obtenido como resultado de la alianza política consumada con el ex presidente Eduardo Duhalde (2002-2003). Pero, además, a este cuadro tan particular, se

57

Muy brevemente, realizado en un contexto de palmaria incertidumbre, a pocas semanas de consumado el recambio ministerial en la cartera económica, Menem reclamó frente a los sectores más representativos del justicialismo el necesario sostén del rumbo político y económico reclamando su necesaria adaptación al curso de los nuevos tiempos (Clarín, 17/3/91). 58

Expresado en la aceptación de la estructura justicialista de diferentes candidatos “outsiders” a esta fuerza política impulsados directamente por la autoridad presidencial. 59

Ilustraciones de lo dicho pueden encontrarse para empezar en el análisis de la encuesta de opinión presentada por Zuleta-Puceiro (1990). En la misma se observa que en marzo de 1990 sólo el 27.4% de la población está a favor de una política no intervencionista del Estado mientras que un 23.9% expresa la necesidad de establecer un intervencionismo regulador; un 25.1% está a favor de un intervencionismo básico y un 11.1% considera positivo un intervencionismo expandido. Se observa así que en buena parte de la ciudadanía el Estado no es visto como el responsable de todos los males que sufre la Argentina, ni siquiera, como expresa este mismo análisis, es tan clara en la opinión pública la asociación entre el intervencionismo estatal y la inflación. Aunque para esta fecha, en el segundo año de gestión de Menem, las preferencias privatistas y pro-reforma de mercado son más importantes que en épocas anteriores su evolución no deja de confirmar en definitiva de qué modo la acción instituyente de su liderazgo operó en dicho proceso de reconfiguración.

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le sumó la decisión de Carlos Menem, ganador de la primera vuelta en los comicios de abril, de no presentarse en el segundo turno electoral, negando entonces la posibilidad de que el candidato santacruceño pudiera validar su nominación a partir del respaldo de una nítida mayoría electoral60. Como resultado de una fortuita sintonía de circunstancias, el control de los destinos de la Nación cayó -literalmente- en las manos del ex gobernador patagónico elegido como presidente con el menor porcentaje de votos de la historia argentina. Por delante quedaba entonces un arduo camino a recorrer en el que Néstor Kirchner debía legitimar su figura de cara a la ciudadanía.

Desde el primer momento, el principal desafío de su gestión fue entonces la configuración de una base propia de apoyos y la construcción de su autoridad presidencial en el marco de un clima donde imperaron los resquemores frente a su persona y una incertidumbre generalizada, alentada principalmente por la difusión pública de desalentadores pronósticos sobre el futuro del país en el corto plazo. No obstante, para sorpresa de todos, a pocos meses de iniciada su gestión, su liderazgo logró contar con un sostén muy importante en la opinión pública al tiempo que la evolución de los indicadores macro-económicos, que en sintonía con la tendencia ya presente en los últimos meses del 2002, revelaron una sostenida y acelerada mejora. Adentrémonos entonces en el análisis del proceso mediante el cual Kirchner modificó el mapa político argentino logrando la constitución de un “electorado poselectoral” (Cheresky, 2004:10). En dicho análisis ocuparán una central importancia, por un lado, su decisión de llevar a cabo medidas de corte reformista, que ampliaron el “horizonte de lo posible” logrando seducir a una ciudadanía tan desencantada como poco entusiasta (luego de la dramática crisis que azoló al país a fines de 2001), y por el otro, su acción en el curso del proceso electoral de 2003, en el marco del cual Kirchner fue perfilando su estrategia política de construcción de poder y definiendo su relación con el Partido Justicialista. Ambos procesos -sostenemos aquí- deben pensarse en forma articulada, siendo el capital político ganado en el primer terreno lo que dotará a la voluntad presidencial su capacidad de maniobra e incidencia en el segundo. Sobre la base de estas dimensiones proponemos, en un primer momento, estudiar entonces el proceso de composición de la autoridad presidencial a partir de la construcción de Kirchner como una figura de tipo representativa.

Cuando Kirchner asumió el ejercicio de sus funciones como presidente, el 25 de mayo de 2003, las perspectivas de crecimiento en el terreno económico y las expectativas de salida del momento más sombrío de la crisis ya habían cobrado una realidad palpable. Kirchner heredó por primera vez en décadas un país que, aunque ostentaba un panorama muy negativo en el terreno social, con alarmantes índices de pobreza y desempleo61, contaba con un PBI en expansión, una inflación controlada y una situación de relativo orden en materia de las cuentas públicas (Cherny et al, 2010:22).

Pero aún su horizonte de superación parecía muy lejano. El contexto histórico-institucional en el que se inscribió su acción política no sólo se definió por el despliegue de una situación de crisis inédita, tanto en el frente económico como social, sino también por un cuadro donde la ciudadanía, todavía bajo la inercia de la ola contestataria de 2001, se mantuvo en un estado de movilización latente. A esto cabe agregar, claro está, la extrema fragmentación del sistema partidario y el clima de rechazo en la opinión pública hacia las clásicas mediaciones representativas (Cheresky y Blanquer, 2003). En este complejo escenario, y buscando lograr una sintonía con dicho clima, la acción de Kirchner se orientó a potenciar la desarticulación de dicho sistema (como lo demostrará el análisis de los distintos ciclos electorales), y a poner en marcha un proceso de reconfiguración de las relaciones entre el Estado y la sociedad en sentido inverso a lo realizado durante la gestión menemista (1989-1999), y en sintonía, en parte, con lo que la gestión presidida anteriormente por el presidente interino Eduardo Duhalde ya había insinuado.

Las transformaciones de dichas relaciones se consumaron, a lo largo de toda esta primera etapa, a partir del diseño y el progresivo establecimiento de un conjunto de políticas que devinieron los pilares de un nuevo modelo de desarrollo. Centralmente, el fortalecimiento de la capacidad de consumo del mercado interno y la

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Según los sondeos electorales Kirchner lograría vencer a Menem obteniendo una aplastante mayoría. Ver al respecto, por ejemplo, aquellos publicados en la edición del diario La Nación (5/5/03). 61

Considerando el total de la población de aglomerados urbanos, en el primer semestre de 2003, el 54% de la misma se encontraba bajo la línea de la pobreza y el 27.7% bajo la línea de indigencia y el desempleo alcanzaba al 19.1% de la misma (Fuente: Instituto Nacional de Censo y Estadística – República Argentina)

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intervención del Estado en la economía, mediante el establecimiento de un esquema de control de precios, de aumento del gasto público, de fijación de diferentes subsidios, de promoción de un esquema de re-industrialización de la economía, y de la puesta en marcha de una política de nacionalización de distintos sectores estratégicos, configuraron los trazos esenciales del “modelo productivo con inclusión social”.

Sus decisiones buscaron, en lo sustancial, sintonizar con el heteróclito y contradictorio conjunto de demandas que circularon en el marco del proceso de movilizaciones, que se prolongó desde la caída del gobierno de De la Rúa (1999-2001) hasta bien entrada la administración presidida por Duhalde (2002-2003), definido -antes que nada- por su espíritu de rechazo. Al cabo de más de un año del momento más explosivo de la protesta, Kirchner recuperó dicho contexto apropiándose de su reclamo de cambio y transformación, potenciando el carácter disruptivo de su acción de gobierno (diferenciándose así de las anteriores gestiones presidenciales) e imprimiéndole, de este modo, nuevos sentidos al conjunto de este proceso. En otras palabras, su figura buscó identificarse con el ciclo de la inédita protesta ciudadana que dejó la crisis de 2001, pero al mismo tiempo se transformó, a través del ejercicio de su autoridad, en el intérprete privilegiado de este conjunto confuso y desarticulado de demandas.

En líneas generales, sus medidas inaugurales de gobierno, aplicadas durante los meses de mayo y julio de 2003, tuvieron como objetivo central la reestructuración de las bases de poder de importantes corporaciones del orden nacional. Sin perder tiempo, durante la primera semana de gestión, Kirchner ordenó un reemplazo radical de la cúpula de las fuerzas armadas. Dando origen de este modo a una acción inédita desde el retorno de la democracia, el gobierno estableció el pase a retiro inmediato de dieciséis generales de primer rango (Página 12, 28/5/03). Mediante esta acción Kirchner inauguró el proceso de reconstrucción de la debilitada autoridad política dando forma a la estructuración de su imagen como líder soberano. Despejando rápidamente las generalizadas dudas sobre su efectiva capacidad de decisión, derivadas de la situación de fragilidad que marcó su llegada a la Casa Rosada, el ex gobernador logró mostrarse frente a la ciudadanía en el ejercicio pleno de su voluntad transformadora derribando las murallas que protegieron -desde siempre- a históricos actores corporativos. En este mismo sentido, durante los primeros meses de gobierno, el proceso de reconstrucción de la autoridad presidencial continuó su desarrollo articulándose con la estructuración de un mensaje público, y de la realización de medidas concretas, que tuvieron también como objetivo, en esta etapa, la necesidad de fortalecer la calidad institucional de la debilitada democracia argentina (Gargarella, 2011:64). En este campo, la acción de Kirchner se concentró en la reforma de las más altas esferas del poder judicial. Imprimiéndole a su gestión un vértigo inesperado -que se transformará luego en su marca registrada- el nuevo mandatario dirigió ahora su atención contra la Corte Suprema en funciones proponiendo un radical proyecto de renovación de esta desprestigiada institución que concluyó con la desarticulación de la denostada “mayoría automática” edificada durante los años menemistas.

De la mano de estas acciones, la política volvía, asimismo, a ocupar un lugar en el mensaje público, revitalizada ahora en su función desarticuladora, actualizada en la realización de medidas concretas de reforma y re-significada a partir de la recuperación de los principios, las ideologías y las convicciones de la mano de la acción del líder soberano62.Atrás parecía quedar entonces la década del noventa, y con ella, el imperio del puro pragmatismo de una política desnaturalizada y reducida a la mera administración de las cosas. Así, la imagen de la configuración de un liderazgo con capacidad de decisión fue uno de los primeros aspectos centrales de la composición de la imagen de sí mismo, como parte constitutiva del proceso de construcción de Kirchner en tanto figura de tipo representativa; pero su contracara, expresada en su presentación ahora como aquella figura que se fundía con el pueblo, encarnando inmediatamente sus deseos, no fue por ello menos importante.

La presentación de Kirchner como un líder fusional que se mostraba en contacto directo con las cotidianas preocupaciones de la ciudadanía, que estaba en definitiva “cerca de la gente” se materializó, así también, en la articulación de su mensaje público contra las diferentes corporaciones que distorsionaban, en su práctica

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Tal como lo ilustra este extracto de su mensaje de asunción, la recuperación de la política suponía el regreso de los principios: “Tomamos sobre nuestras espaldas, con decisión y convicciones, las responsabilidades que la hora reclama a quienes contamos en este momento histórico con la iniciativa política. Queremos suturar las terribles heridas que produjeron las políticas erradas aplicadas en el pasado. Queremos superar la frustración en que nuestra crisis nos sumiera” (Mensaje del Presidente. Discurso de apertura de las sesiones legislativas. 1/3/05).

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representativa, la presencia de la voz del pueblo63. Asimismo, la misma se expresó mediante un particular estilo político en el cuál sobresalió la vocación de Kirchner de sortear las formalidades del protocolo presidencial buscando, cada vez que la situación lo permitía, mezclarse con la gente en cada acto gubernamental, sumergiéndose de lleno en ese mar de contención emocional que el público movilizado le prodigaba a su figura64. A partir de dicha imagen Kirchner buscó sintonizar su acción con el generalizado clima de crisis de la representación política que marcó al país particularmente en los primeros años del nuevo siglo (Pousadela, 2005).

Concluido el proceso de renovación de la Corte, Kirchner pudo ostentar públicamente su victoria en “la lucha contra las corporaciones”; pero ésta batalla ganada gracias a la puesta en acto de su poder de decisión no fue la última. El otro campo donde su capacidad de iniciativa se puso en juego fue en la política de derechos humanos. Para sorpresa de todos, desde el gobierno nacional se decidió incluir a dicha política en la agenda pública estableciendo un directo punto de ruptura respecto de las gestiones inmediatamente anteriores.

En la primera semana de junio de 2003, el presidente electo decidió recibir en la Casa Rosada a los referentes de los principales agrupamientos en lucha, mostrándose particularmente receptivo frente al conjunto de sus reclamos y desafiando así a otra de las clásicas corporaciones de nuestro sistema político: las fuerzas armadas (Página 12, 4/6/03). Luego, como resultado de su iniciativa y su presión continua, el Congreso Nacional argentino estableció, en agosto de ese mismo año, y por resolución de la mayoría presente en ambas cámaras, la nulidad de las cuestionadas “Leyes del Perdón” (como se las llamó públicamente) permitiendo que la Cámara Federal de Justicia pudiera reabrir, en diferentes provincias del territorio nacional, las causas por los crímenes de lesa humanidad cometidos durante la dictadura. Las postergadas peticiones de los diferentes organismos parecieron por fin concretarse65. Se comenzó así a hilvanar, por una parte, una sostenida y duradera alianza entre el gobierno nacional y los organismos de derechos humanos, que quedará sellada públicamente a fines de marzo del 2004 en el marco de los acontecimientos públicos que definieron el 28° aniversario del golpe de Estado de 1976. Por la otra parte, comenzó asimismo a tomar forma uno de los elementos centrales a través del cual Néstor Kirchner configuró su estrategia de emergencia de cara a la ciudadanía66.

De manera cada vez más recurrente la figura presidencial fue articulando su política de recuperación de la justicia, motivando la condena de los responsables de los crímenes cometidos en la última dictadura, con la inscripción de su persona como miembro pleno de aquella generación de jóvenes militantes de los años setenta67. Era así rescatada de los sótanos de la historia la pertenencia a esa “gloriosa generación” luego de que el pensamiento político de la transición democrática la relegara radicalmente, privilegiando el valor de la afirmación de los procedimientos y de las rutinas institucionales de nuestra siempre débil democracia, y de que el vendaval neoliberal de los años noventa la sepultara, sin miramientos, flameando victorioso la bandera del imperio absoluto de la técnica y la imposición de un mundo desapasionado, sin ideologías. En el mensaje oficial, en ruptura con esta configuración, el presidente se presentó como un compañero de esa “diezmada generación”, articulando desde este lugar de inscripción la ya mencionada recuperación de la política, en tanto voluntad transformadora, junto con el rol que debía reservarse a los sueños y a la lucha por las convicciones, en contra los defensores del más crudo realismo político. Este mensaje de esperanza, que al tiempo que

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Esta idea aparece claramente en numerosos pasajes de su mensaje público. Citando solamente algunos de sus extractos, Kirchner sostenía: “No me van a colocar ningún by pass en el medio para conectarme con la gente. Las viejas corporaciones políticas le han hecho mucho daño al país y es mejor el contacto directo con la población para alcanzar las soluciones más rápido” (La Nación, 17/08/05. Discurso en el Salón Blanco de la Casa de Gobierno). 64

Revelador en este sentido fue la manera en la que Kirchner buscó el contacto con la gente el día mismo de su asunción, a la salida misma del Congreso Nacional, luego de dar su discurso inaugural frente al conjunto de los legisladores nacionales (La Nación, 26/5/2003). 65

La Cámara avaló la nulidad de estas leyes, decisión que en el mes de junio de 2005 fue refrendada por el máximo tribunal de justicia, la Corte Suprema de la Nación (La Nación, 15/6/05). Este conjunto de disposiciones judiciales dieron lugar al enjuiciamiento de los responsables de la dictadura militar, proceso aún en pleno despliegue en el curso de nuestros días. 66

Recordemos que la misma, junto con la presentación de la “doble imagen” son aquí presentadas como las dos dimensiones que integran, en el marco de nuestro estudio, la imagen de sí mismo. Y a su vez dicha imagen, en paralelo con la presentación de la “figura de imputación” componen la construcción como figura representativa. 67

En uno de los extractos de su mensaje de asunción, de mayor circulación mediática y de recurrente apelación por parte de la base militante kirchnerista, Néstor Kirchner se definía al afirmar que: “…Formo parte de una generación diezmada, castigada con dolorosas ausencias; me sumé a las luchas políticas creyendo en valores y convicciones a las que no pienso dejar en la puerta de entrada de la Casa Rosada…” (Discurso de Asunción. 25/5/2003)

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proponía un rescate de esos valores de aquella pasada generación, se revelaba actualizado, en tanto no negaba, sino que valorizaba y reconocía explícitamente la huella pluralista que dejó el saludable proceso de normalización institucional que comenzó a vivir nuestro país a principios de los años ochenta, encontró un eco en una ciudadanía tantas veces decepcionada, como desprovista de ideales políticos. Pero no fue sólo la pertenencia a la generación de los setenta la posición de inscripción desde la cual Kirchner configuró su estrategia de emergencia. En la “lucha contras las corporaciones”, fue tomando forma, por último, su presentación como un líder político ajeno al mundo de los partidos.

Kirchner buscó efectivamente la construcción de un lazo expresivo de interlocución con la gente denunciando los condicionamientos, propios de la oscura y subterránea realidad de los intereses corporativos, frente a los cuales su gobierno se encontraba amenazado en el proceso de realización de las reformas institucionales que el país necesitaba68. Nada parecía interponerse, en la construcción de esta escena, entre su persona y la ciudadanía, en la que Kirchner aparecía como un outsider, negando cualquier inscripción partidaria y explotando eficazmente su histórico posicionamiento en la más lejana periferia del Partido Justicialista.

En concreto, a partir de este conjunto de operaciones, quedaron así definidas las dimensiones que articularon su “figura representativa” frente al sentir ciudadano. En resumen, las mismas fueron las siguientes: a) primero, la presentación de la imagen de sí mismo a partir, por una parte, de su configuración como un líder soberano, en pleno ejercicio de la decisión política, como también en tanto aquél dirigente político que no perdía el contacto inmediato con la gente. Por la otra parte, mediante la definición de su estrategia de emergencia tanto como miembro de la generación del setenta, de la mano de la recuperación de los ideales, los valores y las convicciones, como en tanto aquél líder que se presentaba por fuera de la corporación partidaria; b) segundo, el establecimiento como aquel liderazgo al que ya podía reconocerse la imputación de diferentes políticas de reforma, en el campo de los derechos humanos y de la justicia, y en la recuperación de los indicadores macroeconómicos gracias al establecimiento de un nuevo modelo de desarrollo.

Pero si hasta ahora hemos indagado las medidas de gobierno que marcaron los inicios de la gestión kirchnerista permitiendo recomponer su debilitada autoridad política, y reportándole así los primeros apoyos en la opinión pública, apenas hemos presentado el estudio de un capítulo central en el curso de su epopeya por transformar la sociedad argentina. Nos referimos, claro está, al lugar que ocupó el Partido Justicialista en el curso de la lucha que Kirchner protagonizó contra las principales corporaciones identificadas como responsables de la decadencia de nuestro país, donde al tiempo que la construcción de su figura representativa se actualizó, también se puso en juego. La relación con el partido será analizada, en este primer momento, a través de las particularidades que definieron al proceso electoral 2003. Fue precisamente en el mismo que comenzó a tomar cuerpo el proyecto político, conocido públicamente con el nombre de la “transversalidad política” a partir del cual se comenzó a estructurar, durante la fase de constitución del liderazgo kirchnerista, la base siempre heterogénea y fluida de sus respaldos políticos y sociales.

Si como ya hemos mencionado, la acción protagonizada por el presidente Kirchner, principalmente en materia de los derechos humanos y en el plano de la justicia, y de manera más modesta, en el mismo campo económico, le permitieron a la política recuperar su rol como invención y como creación este proceso, como también destacamos, no operó sobre el vacío69. Fueron las jornadas de protesta que la ciudadanía protagonizó en diciembre de 2001, y durante los primeros meses del año siguiente, las que determinaron -entre otros elementos- el contexto de inscripción de la acción presidencial. Pero este no fue el único condicionamiento. Al mismo tiempo, el gobierno kirchnerista encontró dos límites básicos a su capacidad regeneradora. El primero, se refirió a su propia base de apoyos, ya que más allá del éxito alcanzado en términos de recomposición de la autoridad presidencial, la decisión de fundar su respaldo en la fluctuante opinión pública evidenció la fragilidad de los lazos que define a esta fuente de legitimación y los riesgos que la misma acarrea. El segundo, por su

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En un pasaje de dicho mensaje televisivo Kirchner advertía: “Ciudadanos y ciudadanas de la Argentina: he manifestado que en ejercicio del cargo de presidente de la Nación Argentina enfrentaría públicamente cualquier forma de presión, maniobra de negociación espuria o de pacto que buscara imponérseme a espaldas del pueblo o en contra de la voluntad de cambio expresada en las urnas en las pasadas elecciones” (Discurso. Cadena Nacional. Corte Suprema. 3/6/2003). 69

Nunca la decisión opera sobre el vacío. Tal como destaca Aboy Carlés (2001) la decisión siempre está condicionada por las practicas sedimentadas que configuran lo social; la decisión, entonces, nunca puede ser “pura institución” sino que -más modestamente- es “institución regulada”.

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parte, se relacionó con el propio origen de su gobierno y la apelación al apoyo de la estructura partidaria del justicialismo, la cual al tiempo que había provisto el necesario sustento institucional a su acción de gobierno resistió, sin embargo, su capacidad regeneradora70. Estos límites y tensiones quedaron particularmente de manifiesto en las elecciones legislativas de 2003.

La decisión de los diferentes gobernadores provinciales de convocar a la realización de los comicios en sus respectivos distritos de forma escalonada, separando los mismos de la elección presidencial, configuró una escena político-electoral definida en tanto “proceso”. El ciclo electoral se inauguró en las provincias de La Rioja y Santiago del Estero, a fines del mes de abril, y culminó siete meses después cuando se llevaron a cabo las elecciones provinciales en los distritos de Corrientes, Entre Ríos, San Luis y Tierra del Fuego. El país se encontró de esta manera, durante buena parte del año, en una suerte de campaña permanente donde los diferentes resultados que fueron dejando las urnas ritmaron la composición de la nueva escena político-partidaria. Kirchner se involucró de forma decidida en ella en el intento de lograr articular los cimientos de un poder político exclusivamente fiel a su mando. La campaña puesta en acto se organizó entonces en torno de su figura sometiendo al juicio ciudadano la opción por la aprobación o el rechazo de la gestión nacional. En otras palabras, la misma asumió el tono de un plebiscito prolongado (Cheresky, 2004:55). La acción presidencial fue particularmente decisiva en el proceso de composición de la oferta política en los diferentes distritos. En el despliegue del mismo, la estrategia aplicada por el kirchnerismo fue doble (Vommaro, 2004:121). Por un parte, Kirchner buscó construir un sostén propio al interior del peronismo, y por otra parte, avanzó en otra dirección, incitando la conformación de un espacio político que superara las fronteras de esta fuerza política.

Particularmente, el escenario electoral de septiembre de 2003, en la provincia de Buenos Aires, estas elecciones hicieron explícitas las primeras tensiones entre el proyecto presidencial y su principal base de apoyo en las cámaras, el justicialismo bonaerense. Es decir que el liderazgo de Kirchner enfrentó en este sentido un dilema no menor. Si bien por una parte su popularidad se nutrió en base a la estructuración de un mensaje en el cual se cuestionaba a los tradicionales partidos políticos, alimentando la demanda ciudadana de lograr una renovación radical de la vida política; por la otra, su sostén legislativo se organizó a partir de aquellos actores que su propio discurso denigraba, lo que condicionó entonces su propia voluntad regeneradora. El mayoritario bloque justicialista de la provincia de Buenos Aires dotó al gobierno, en esta etapa, de un imprescindible respaldo institucional para avanzar en el proceso de transformación de la sociedad, pero al mismo tiempo éste no le era propio, y así entonces, se suponía que si la popularidad de Kirchner declinaba rápidamente los integrantes de dicho bloque, fieles al pragmatismo peronista, rápidamente buscarían el amparo de liderazgos alternativos. Las elecciones de 2003 representaron, en este sentido, el primer acto en donde se escenificó, sin mayores ambigüedades, la tensión aludida, y si bien la misma pareció resolverse, en el curso del proceso electoral del 2005, donde el kirchnerismo motivó su presentación separada, enfrentando directamente al PJ provincial, las contradicciones entre por una parte la vocación de reforma y renovación de la vida política, y por la otra la preservación -y reproducción- de las prácticas tradicionales existentes se afirmaron, desde entonces, como el rasgo constitutivo del espacio político liderado por Kirchner.

En pocas palabras entonces, las elecciones de senadores y diputados en los diferentes distritos provinciales, y de las autoridades ejecutivas, de septiembre de 2003 dieron cuenta, en el proceso de composición de la oferta política, de la presencia del influjo del liderazgo regenerador del presidente en una tensión-articulación con las formas más tradicionales de hacer política y, en la distribución de las preferencias electorales, de la presencia larvada de la crisis de representación. Por un lado, la acción extra-partidaria y partidaria ilustró el efecto configurante sobre la definición de las candidaturas que ejerció el liderazgo presidencial, amparado en muy importantes índices de popularidad, aunque la referencia al caso de la provincia de Buenos Aires dio cuenta también de sus límites; por el otro, los fenómenos del voto en blanco y la abstención electoral reflejaron la persistencia de la desafección partidaria en el comportamiento del electorado. Finalmente, al cierre de este largo proceso electoral que se prolongó durante casi todo el año 2003, el kirchnerismo salió fortalecido al obtener los primeros apoyos políticos y legislativos fieles exclusivamente a su proyecto. Pero aún su acción se encuadraba bajo la tutela y el condicionamiento de la autoridad de Duhalde, quién si bien ya no detentaba la

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Recordemos que el marco de esta etapa el principal sostén institucional al gobierno de Kirchner fue la coalición de apoyos político-partidarios heredada de la gestión presidida por el ex presidente justicialista Eduardo Duhalde (2002-2003).

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presidencia, sí podía ejercer, en función de su control sobre los representantes de la provincia de Buenos Aires, un legitimado liderazgo al interior del Partido Justicialista.

b. La estructuración del lazo representativo: hacia la configuración de una base propia de apoyos.

Una vez concluido el ciclo electoral, el ejecutivo nacional pudo ostentar el respaldo de una sólida mayoría legislativa en ambas cámaras nacionales. Cuando Kirchner triunfó en las elecciones presidenciales de abril la mayoría peronista, reflejando las diferentes opciones partidarias que marcaron la presentación fragmentada del justicialismo, se encontraba dividida en tres bloques legislativos. El peronismo alineado con el gobierno, nutrido fundamentalmente a partir de los legisladores del PJ bonaerense, contaba con noventa y cuatro miembros en la cámara de diputados. Pero la desconfianza del kirchnerismo en relación con la posibilidad de poder contar con una tropa fiel y disciplinada dentro de esta fuerza era patente. Diferentes acontecimientos, que marcaron a los primeros meses del año 2004, alumbraron la agudización de las tensiones entre Kirchner y Duhalde reconfigurando entonces el respaldo político-partidario en el que se asentó el gobierno nacional. Recién un año después, tras los comicios legislativos de octubre 2005, el kirchnerismo lograría -finalmente- que su mayoritario apoyo virtual se tradujera en un sólido sostén institucional de carácter propio.

La conmemoración de un nuevo aniversario, a fines de marzo de 2004, del golpe militar impuesto en 1976 fue el escenario político donde el gobierno escenificó sus aspiraciones de poder redefinir sus alianzas políticas dotando al mismo tiempo de una mayor consistencia y continuidad a la política -ya desplegada- en el campo de los derechos humanos.

En una primera operación, dicho esquema de apoyos quedó definido a partir del establecimiento de un límite de exclusión, de negación, donde a través de la palabra y la acción presidencial se delimitó aquello que debía ser abandonado y superado para que la Argentina pudiera “salir del infierno”. Si en sus repetidas intervenciones públicas la década de los noventa, personificada en la figura de Menem y en las políticas que definieron a su gestión, representó precisamente ese pasado que los argentinos debían necesariamente dejar atrás71, para poder iniciar la fase de recuperación económica y moral del país, en el acto de conmemoración de un nuevo aniversario del golpe de Estado, en marzo de 2004, se consumó el establecimiento de un nuevo límite. La representación de la alteridad comprendió, ahora de forma claramente definida, además del pasado inmediato del experimento neoliberal, también ese tiempo oscuro y más lejano, escenario del ejercicio del Terrorismo de Estado en los años setenta: la dictadura militar inaugurada en marzo de 1976. En este momento, en este quiebre fatídico en el devenir de nuestra historia, la palabra del líder decretó la inauguración del ininterrumpido ciclo de la decadencia argentina, estableciendo una continuidad entre aquellos años y la ahora denigrada década de los noventa72. Esta larga noche de la historia reciente argentina concluía con el amanecer de un nuevo y fundacional proyecto político, encarnado en la persona de Kirchner y opuesto diametralmente a las políticas de ese pasado oprobioso73.”.

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Respecto de ese pasado inmediato el presidente sostenía: “Debemos entender que los principios que fueron sostenidos a rajatabla en la década del 90, que van desde la apertura financiera indiscriminada y la desaparición del Estado a las privatizaciones a cualquier precio, fueron los que consolidaron un modelo de injusticia, de concentración económica, de quiebra de nuestras economías, profundizando hasta puntos extremos la injusta distribución del ingreso, la exclusión y la corrupción en nuestras naciones” (Discurso en la cumbre extraordinaria de las Américas. 13/1/2004). 72

Afirmaba Kirchner en este sentido: “…Dejar atrás esa vieja Argentina que hasta hace muy poco tiempo martirizó a todos los argentinos en el marco de la conducción y el proyecto político que tuvo este país lamentablemente de manera fundamental en la última década del `90, pero que se inició en marzo de 1976 hasta la explosión de 2001…” (Palabras del Presidente Néstor Kirchner en la localidad de Jáuregui, 21/08/03, Casa Rosada, Presidencia de la Nación). 73

Tal como lo ilustra el siguiente extracto seleccionado, en donde Kirchner advertía: “La competencia, el riesgo, la creación de puestos de trabajo, el respeto a reglas claras y estables deben caracterizar a este nuevo tiempo. Estamos ante una Argentina que lucha por nacer y una Argentina que agoniza y lucha por volver. La Argentina de la violación de los derechos humanos; la de la justicia a medida del poderoso; la de la destrucción de fuentes productivas y cierre de fábricas y comercios; la de la corrupción estructural y el empobrecimiento de nuestra clase media; la de la exclusión social; la de la concentración económica y el endeudamiento eterno e impagable, se resiste a morir. Así como tuvo y tiene beneficiarios directos palpables y concretos, con nombre y apellido, tiene sus defensores. Los que aplicaron esas políticas nefastas se expresan cultural, polít ica y periodísticamente, sin decoro y sin autocrítica, sin pudor, con total descaro, y defienden ese pasado al que no debemos volver” (Discurso del Presidente Néstor Kirchner en el 79° Aniversario de la Cámara Argentina de Comercio 7/11/2003) En el mensaje pronunciado el día de la apertura del Museo de la Memoria, el mismo declaró: “Como Presidente de la Nación Argentina vengo a pedir perdón de parte del Estado nacional por la vergüenza de haber callado durante 20 años de democracia por tantas atrocidades” (Fuente: Palabras del presidente de la República Argentina Néstor Kirchner, Presidencia de la Nación (http://www.casarosada.gov.ar/discursos-2007?start=1780).

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A través de esta operación discursiva, todo lo realizado por la gestión radical presidida por Ricardo Alfonsín, en materia de derechos humanos -más allá de las notorias ambigüedades y contradicciones que marcaron a su política- fue rápidamente borrado, ignorado74. El gobierno nacional se erigió entonces como el único baluarte en la lucha por la justicia, y en contra los crímenes cometidos en el contexto de la última dictadura, resignificando retroactivamente la crisis de 2001 a partir del establecimiento de una doble ruptura: una de corto plazo, frente al pasado neoliberal de los noventa, y otra de largo plazo, frente al pasado dictatorial de los setenta (Aboy Carles, 2005:21).En la figura de los “genocidas” responsables de la violaciones a los derechos humanos y en “los corruptos” protagonistas del proceso de saqueo y vaciamiento del país durante la noche neoliberal, el presidente Kirchner construyó la figura de ese Otro antagonista frente al cual el nuevo proyecto nacional naciente definió sus marcas distintivas. La figura del adversario político-social volvió así a ocupar un status público frente al silenciamiento al que la sometió en la década anterior, como ya hemos visto, el mensaje menemista.

Ahora bien, si por un parte el mensaje público presidencial fijó este límite exclusivo, por otra parte, el mismo supuso también una demarcación inclusiva. En este caso, se estableció la apelación a la reconstrucción de la Nación de la mano del restablecimiento del rol del Estado como principio organizador de la comunidad política. Si bien el mismo reapareció como motor del desarrollo, afirmado en su capacidad de regulación y control frente a los mercados, su función como marco proveedor de un sentimiento nacional de pertenencia no fue el mismo que otrora le otorgó el peronismo clásico. La configuración de un nosotros excluyente como totalidad inclusiva de carácter unanimista, formador de un espacio político dicotómico alimentado de antagonismos existenciales, dejó su lugar a la reivindicación de la naturaleza pluralista de una sociedad, afirmada en este carácter gracias al proceso de estabilización de los procedimientos institucionales en los que se funda todo régimen democrático. La huella imborrable de la herencia de la transición democrática, presente el mensaje público kirchnerista, dio cuenta entonces de la ruptura presente entre la configuración de su liderazgo y el formato que definió a los modelos populistas del pasado. Nación y democracia dejaron entonces de presentarse como entidades irreconciliables, definiendo los trazos distintivos de la emergencia de un “populismo atemperado” (Aboy Carlés, 2005:22).

Esta apelación a la necesaria unidad de todos los habitantes de nuestro país se realizó, a su vez, mediante la recuperación de colectivos de identificación revitalizados en su naturaleza institucional y afirmados en la delimitación de su pertenencia política. Nuevamente remarcando su ruptura respecto del fatídico interregno menemista, Kirchner se dirigió a su auditorio, nombrándolo, en términos de “ciudadanos y ciudadanas”, en sintonía con su discurso de defensa de un “país normal” (Donot, 2012) y como “pueblo de mi patria”, principalmente en la etapa 2003-2005, y en términos más generales, como “argentinos”, comprendiendo ahora todo el período 2003-2007 (Montero, 2007: 324). La presencia de apelativos de innegable resonancia religiosa como “hermanos y hermanas”, de evidente factura inclusiva, clásicos del discurso presidencial de Carlos Menem, si bien es posible identificarlos en algunos de sus mensajes públicos, los mismos tuvieron un lugar muy marginal si se compara con el rol primordial que ocuparon, en las interpelaciones públicas de Kirchner tanto las designaciones más institucionales como las políticas

En esta apelación a la necesaria reconstitución de la comunidad nacional, Kirchner se afirmaba al mismo tiempo como líder soberano, en tanto garante último de ese principio de unidad, actualizando, en función de sus excepcionales responsabilidades, la presencia de un lazo de tipo delegativo en su relación con la ciudadanía. Pero al mismo tiempo, como hemos podido también observar en el caso de Menem, dicho lazo se completó con su contracara, es decir, con el establecimiento de un vínculo fusional que, ahora a diferencia de experiencias anteriores, se inscribió en el particular contexto de la democracia inmediata (Cheresky, 2006:97)75.Este nuevo patrón de intervención pública, que signó la vuelta a las calles de la ciudadanía quedó ilustrado, particularmente, a partir de diferentes acontecimientos públicos, que marcaron el segundo año de la

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En el mensaje pronunciado el día de la apertura del Museo de la Memoria, el mismo declaró: “Como Presidente de la Nación Argentina vengo a pedir perdón de parte del Estado nacional por la vergüenza de haber callado durante 20 años de democracia por tantas atrocidades” (Fuente: Palabras del presidente de la República Argentina Néstor Kirchner, Presidencia de la Nación (http://www.casarosada.gov.ar/discursos-2007?start=1780). 75

Es decir, en un contexto definido por una inédita presencia ciudadana en el espacio público donde se actualizó un formato de movilización novedoso al estar signado por la ausencia de mediaciones representativas, por la particularidad de los reclamos, por el poder de veto, por la escenificación del mundo privado, y finalmente, por un decisivo poder de influencia pero, al mismo tiempo, por un protagonismo tan fugaz como efímero.

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gestión kirchnerista y operaron, en su visibilidad pública, como límites concretos al decisionismo presidencial en curso76.

Inscripto entonces en este escenario político donde la presencia inmediata de la ciudadanía se superpuso a la reactualización de sus lazos delegativos, Kirchner llevó a cabo, durante los primeros años de su gestión, el proceso de reconstitución de la comunidad política, constituyendo su liderazgo político sobre la base de su configuración como figura representativa (como observamos en el anterior apartado) y logrando, ya en el curso de su segundo año de gobierno, complementarla a partir del establecimiento del lazo representativo y la configuración de un colectivo específico de identificación. Particularmente, el establecimiento de dicho lazo supuso: a) la creación de auditorio que ahora asumía una delimitación institucional pero también específica, suponiendo un claro sentimiento de pertenencia; b) la definición de la idea de la alteridad, por un lado, a partir de la demarcación de los límites exclusivos (frente al pasado dictatorial, la década de los noventa y sus respectivos actores) y de los marcos inclusivos, establecidos en la apelación a la recuperación de una idea de la Nación en clave pluralista; y por el otro, a través de la posibilidad de identificar a los adversarios de aquél nuevo modelo de desarrollo que nacía. La definición entonces de un imaginario kirchnerista (como producto del ensamble de su figura representativa y la configuración de un nuevo lazo de representación) fue dando sus primeros pasos en un proceso de largo aliento a lo largo de toda esta primera etapa de su gestión, en la cual la autoridad de Kirchner fue encontrando un eco en la voluntad de los representados, demarcando asimismo el conjunto heterogéneo de apoyos políticos en los que se fundó el curso su decisión y su acción política. Para abordar este proceso, particularmente, cabe detenerse, primero, en el origen del proyecto de la transversalidad política durante al año 2004, y después, en el análisis de sus avatares que el mismo experimentó a lo largo del inédito proceso de renovación legislativa del año siguiente.

La tensión entre el proyecto encarnado por el liderazgo presidencial y el respaldo partidario del justicialismo bonaerense, es decir, la tensión ya manifiesta en las elecciones legislativas 2003 entre un liderazgo voluntarista con pretensiones de reforma y otro que operó más bien en el registro de la garantía del orden -sin mayores pretensiones desarticuladoras- se agudizó con el correr del año 2004 y alcanzó su máxima expresión a mediados del 2005. En un primer término, esta tensión se reflejó a través del proyecto de la transversalidad77.

Si bien en un principio su convocatoria tuvo como fin lograr encuadrar el apoyo partidario al gobierno, el juego de declaraciones cruzadas entre diferentes gobernadores y el gobierno nacional (luego de los profundos cortocircuitos que produjo sobre esta relación la realización del acto en el predio de la ESMA) preanunció la explosión de tensiones ya manifiestas (La Nación, 25/3/04). En un clima enrarecido por el tronar de cánticos ofensivos contra la esposa del presidente, la senadora nacional Cristina Fernández de Kirchner, los principales oradores del Congreso Nacional del PJ buscaron en sus discursos de apertura apañar los ánimos y extender los mensajes de unidad y del respaldo partidario al gobierno nacional. No obstante, las declaraciones del gobernador cordobés, Juan Manuel de la Sota, encendieron rápidamente la mecha de la discordia. En su discurso, luego de repasar los martirios que sufrió en carne propia durante la última dictadura, el mandatario provincial reivindicó abiertamente al ex titular de la Confederación General del Trabajo (CGT), José Ignacio Rucci, figura orgánica de la burocracia sindical enfrentada sin tregua con la juventud de izquierda en su pelea por el control del poder al interior del conflictivo peronismo de los años setenta. La referencia pues a su persona no fue inocente. El gobernador buscó así distanciarse nuevamente del gobierno, identificado claramente en sus apelaciones públicas con el segundo de los campos en disputa. El corolario de esto fue el cruce de declaraciones de subido tono entre diferentes dirigentes, al que se le sumó una dura polémica desatada entre Hilda Duhalde, esposa del ex presidente de la Nación, y Cristina de Kirchner (Página 12,

76

Nos referimos, entre otros casos, a las movilizaciones en reclamo de mayor seguridad que se sucedieron durante ese año. 77

Según lo expresó Juan Carlos Torre (2004:1), este proyecto fue una operación política dirigida por el liderazgo presidencial a los fines de lograr compensar el déficit fundacional de apoyo que sufrió su gobierno y de encaminar un proceso de transformación del justicialismo promoviendo un viraje reformista. Esta acción se sostuvo en los respaldos obtenidos por Kirchner en la fluctuante opinión pública y resultó verosímil dadas las flexibilidades organizativas y las indefiniciones ideológicas que siempre caracterizaron al peronismo (Levitisky, 2005: 12). En concreto, la misma buscó efectivizarse a partir de la incorporación de figuras ajenas al peronismo o enfrentadas con la estructura partidaria referenciada en el ex-presidente Eduardo Duhalde, sin promover, no obstante, una ruptura directa con dicho partido. Sin embargo, esta operación encontró un escollo insalvable para su desarrollo en la resistencia del propio PJ, expresada -sin ambigüedades- en el congreso partidario de Parque Norte realizado a fines de marzo del 2004.

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27/3/04). El congreso culminó de este modo en un abierto fracaso. Por primera vez, la posibilidad de quebrar la relación entre el gobierno y el partido pareció ser mucho más que eso.

Pocos días después, la nueva conducción del partido establecida en el congreso fue desconocida por el presidente forzando la renuncia de varios de sus miembros (La Nación, 28/3/04). Kirchner vio entonces frustrada su empresa de conquistar, en base a la popularidad alcanzada, el control del justicialismo. El proyecto de la transversalidad, pensado en tanto estrategia de lograr sumar apoyos desde afuera, para lograr en definitiva el control interno de un Partido Justicialista transformado, tanto en sus prácticas como en la composición de su dirigencia, pareció así naufragar sin mayores éxitos. En este marco, durante buena parte de lo que restó del año los diferentes sectores en puga buscaron aquietar las aguas de manera que los conflictos, puertas adentro del peronismo, no interfirieran negativamente sobre el curso del proyecto nacional encarnado por el gobierno. Pero esta situación de relativa calma se alteró cuando la escena política preelectoral, en vistas de los comicios legislativos del 2005, volvió a tensar la cuerda entre el liderazgo presidencia del Kirchner y la figura de Duhalde, abriendo el segundo capítulo del devenir de esta siempre conflictiva relación.

En este sentido, la configuración de la escena política, particularmente en la provincia de Buenos Aires, reveló una centralidad inédita sobre el desarrollo del proceso electoral de dicho año. Y esto por distintas razones. Centralmente, porque en este distrito se originó y desplegó la disputa, y posterior fractura al interior del peronismo, obligando la presentación dividida entre, por un lado, el Partido Justicialista, referenciado en el liderazgo de Eduardo Duhalde, y por el otro, el Frente para la Victoria (FPV), armado político fiel a la autoridad presidencial. La separación de este partido tuvo su origen en la provincia de Buenos Aires y luego se propagó, asumiendo diferentes formas, en todo el territorio nacional replicando la presente influencia del plano provincial sobre el plano nacional (Ollier, 2006). Pero asimismo, dicho efecto asumió características novedosas ya que, en este contexto político, fue especialmente decisiva la acción del liderazgo nacional sobre la composición de la escena provincial.

En pocas palabras, luego de marchas y contramarchas, de discursos de choque y de repliegue, que circularon durante todo el mes, para principios de julio, se anunció, finalmente, la presentación de las listas separadas de ambas fuerzas políticas (Clarín, 3/7/05). La alianza de gobierno sufrió así un duro golpe y la división entre el Partido Justicialista (PJ) y el Frente para la Victoria (FPV) se concretó, primero, en la provincia de Buenos Aires y, luego, en distintos territorios provinciales78.Aquello que parecía improbable para la mayoría de los analistas y para los mismos actores involucrados, e incluso contrario a la lógica de la racionalidad política terminó sucediendo, desconcertando a referentes de las segundas líneas en ambas orillas. Días previos al cierre oficial de las listas todo parecía encaminarse hacia el acuerdo, pero a último momento, cortocircuitos varios respecto de los lugares asignados en las listas a cada uno de los sectores habrían motivado la ruptura final (La Nación, 1/7/05). Se consumó, entonces, la separación entre los sectores referenciados en el duhaldismo y los organizados en torno de la figura presidencial poniendo fin a una relación de cooperación política signada, sin embargo, por significativos y repetidos desencuentros. Una nueva fractura se produjo al interior de peronismo, aunque los sentidos y características que la definieron, y las consecuencias que de la misma se desprendieron, en esta oportunidad, permitieron colocarla en un terreno distinto79. En concreto, la escena electoral de renovación legislativa durante el año 2005 signada también por un importante grado de fragmentación en la oferta política, pero fundamentalmente por las pretensiones desarticulantes de un liderazgo que buscó desbordar los siempre borrosos límites del peronismo, se presentó entonces como un escenario novedoso.

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Según los datos del informe del Centro de Estudios Nueva Mayoría (7/9/05), el Partido Justicialista y el Frente para la Victoria, se presentaron de forma dividida en las provincias de Buenos Aires, de Catamarca, de La Rioja, de San Luis, de San Juan, de Misiones y de Santiago del Estero (en estas últimas dos provincias, el FPV se presentó con otro nombre). Luego en otras provincias no hubo competencia entre ambas fuerzas y, entonces, el Partido Justicialista, solo o en alianza con otros partidos, se llamó directamente Frente para la Victoria en Capital Federal, en Tucumán, en Mendoza, en Río Negro, en Santa Fe, en Tierra del Fuego, en Córdoba, en Entre Ríos, en Neuquén, en Corrientes (en estas últimas cuatro provincias el FPV se presentó con otro nombre). Finalmente, unas terceras, en las que el FPV se presentó bajo la sigla del PJ: en Salta, en La Pampa y en Formosa. 79

Esta ruptura, que derivó en un enfrentamiento electoral nacional entre un sector que conservó el sello del partido y otro referenciado en la figura de un presidente que detentó las mismas credenciales partidarias, se diferenció de anteriores crisis al interior del PJ. A mediados de la década del 80’, la experiencia de la crítica renovadora, impulsora de un proyecto de transformación dentro del peronismo se desarrolló y resolvió al interior del partido, es decir que si bien los renovadores rompieron amarras con los referentes partidarios, su discurso y su acción buscaron, sobre todo, la partidización de esta fuerza política. Por el contrario, la acción de Kirchner durante el proceso electoral 2005, y también posteriormente, se orientó en sentido completamente inverso. Por otra parte, si ahora comparamos dicho proceso con el particular contexto de la elección presidencial de abril de 2003, en ésta última, ninguno de los Frentes que reflejaron la inédita desagregación del peronismo pudo detentar el sello partidario.

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Específicamente, en la provincia de Buenos Aires, el triunfo del FPV sobre su rival más cercano, el Partido Justicialista, fue claro y contundente en todas las secciones electorales. Cristina Fernández de Kirchner obtuvo un poco más de 40% de los votos en todo el distrito sacándole una diferencia de más de 20% a su competidora más próxima, Hilda de Duhalde. Las murallas del territorio bonaerense que habían logrado resistir, gracias al peso del liderazgo partidario de Duhalde y su apelación a la vigencia de la estructura justicialista, los embates del liderazgo de Kirchner en los anteriores comicios legislativos de 2003, cayeron ahora categóricamente habilitando su entrada en el estratégico distrito. Su acción logró entonces lo que ni siquiera Carlos Menem en la cima de su popularidad había podido alcanzar, a pesar de sus repetidos intentos80. Y rápidamente tanto los resultados alcanzados en el territorio bonaerense, como las victorias logradas en otros distritos, produjeron una clara reconfiguración de los bloques parlamentarios, afines y contrarios al gobierno.

Sin embargo, estos reacomodamientos no impidieron que la configuración de la coalición de respaldo kirchnerista mantuviese su característico grado de heterogeneidad y fragmentación interna. Y es más, este formato más flexible, más caótico en su organización, no pareció ser un problema para el liderazgo presidencial, todavía reticente a aceptar cualquier oferta para presidir al derrotado Partido Justicialista, sino todo lo contario. Concretamente, la variopinta alianza de gobierno se compuso entonces a partir de la agregación de diferentes actores: los organismos de defensa de los derechos humanos, que reclamaron el castigo a los responsables por los crímenes de la dictadura; las organizaciones sociales de protesta, los diferentes sectores del sindicalismo y las representaciones de empresarios, identificados y beneficiados con el modelo de desarrollo económico en curso; los dirigentes extra-partidarios o ajenos al peronismo, atraídos por la movilización del discurso progresista y la voluntad renovadora del gobierno; y finalmente, el magma de dirigentes partidarios de origen provincial, inscriptos en la estructura territorial del PJ y poco dispuestos a resignar el control de sus bases locales de poder. La constitución de este espacio careció de un centro de coordinación, institucionalizado en términos políticos, siendo la exclusiva referencia al liderazgo de Kirchner lo que permitió mantener un relativo sentido de unidad al mismo, siempre amenazado por las abiertas tensiones de sus miembros en conflicto. Las mismas quedaron particularmente expresadas en la puesta en riesgo del proyecto de transversalidad política que supuso el desembarco en masa al espacio oficial de los antes denostados barones del aparato territorial justicialista. Los cruces y las disputas por el control del poder interno dentro del kichenerismo, entre los referentes transversales y los representantes de esta estructura partidaria, marcaron la posterior etapa en la cual el liderazgo de Kirchner debió operar como variable de equilibrio entre la posibilidad de garantizar la verosimilitud de un discurso de cambio y renovación, y la necesidad de contar con los respaldos institucionales proveedores de una vital cuota de gobernabilidad al proyecto en curso.

De este modo, por efecto de los arrasadores resultados alcanzados en los comicios legislativos, y como consecuencia de la nueva composición de las cámaras nacionales, el kirchnerismo inauguró su entrada en la segunda fase del proceso de construcción de su poder político. Atrás quedó entonces el débil respaldo electoral obtenido en las elecciones presidenciales de 2003 y el acompañamiento de mayorías parlamentarias prestadas. La soledad en el poder dejó entonces su paso a la emergencia de un gobierno legitimado en las urnas y con respaldos, que dejando su mero estatuto virtual como opinión pública, ahora se afirmaban gracias a la configuración de un sólido bloque de poder institucional (Cherny et al, 2010: 39).

Palabras finales. Cruces y paralelos entre ambos liderazgos.

Nos hemos propuesto, en este trabajo examinar el proceso de constitución de los liderazgos presidenciales de Carlos Menem (1989-1995) y Néstor Kirchner (2003-2007). La legitimación de sus posiciones de autoridad fue entonces nuestro objetivo de análisis central desarrollando, para ello, un estudio tanto de los contextos histórico-institucionales en los que dichos liderazgos inscribieron su acción política, una vez iniciadas sus gestiones de gobierno, como de los respectivos imaginarios políticos que los mismos lograron empezar a movilizar y producir.

80

Recordemos que el presidente Carlos Menem fracasó una y otra vez en el curso de los comicios legislativos de septiembre de 1991 y octubre de 1993 en lograr adentrarse en el territorio bonaerense instalando su propia base de apoyos.

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Para empezar, a la hora de comparar ambos procesos, cabe destacar una primera y evidente discontinuidad. Nos referimos, precisamente, a los contenidos ideológico-programáticos de los proyectos políticos que los liderazgos seleccionados pusieron en marcha a los fines de lograr que el país se encauce en una senda de progreso y desarrollo. Como ya hemos destacado, la transformación de las relaciones entre el Estado y la sociedad asumió, en cada caso, un movimiento simétricamente opuesto. Kirchner instrumentó la construcción de un modelo de sociedad en contraposición directa con la década de los noventa cuya encarnación principal fue, lógicamente, la figura de Carlos Menem. Si de la mano de la acción del liderazgo menemista la sociedad argentina devino neoliberal en los años noventa, hacia el fin de siglo, de la mano del liderazgo kirchnerista la misma se volvió duramente crítica de ese modelo, alentando ahora el establecimiento de configuraciones alternativas. Pero antes de adentrarnos precisamente en la identificación de los paralelos entre ambos liderazgos sobre cómo los mismos legitimaron sus respectivos “proyectos de sociedad”, una breve referencia de base se impone en relación con las condiciones contextuales bajo las cuales Menem y Kirchner encararon, particularmente, dichos procesos.

En este sentido, si el principal escollo de Kirchner al llegar a la presidencia de la Nación fue enfrentar la debilidad de su legitimidad electoral, el curso de su acción política contó, al mismo tiempo, con los beneficios que le reportaba una situación económica heredada donde ya se constataba una recuperación sostenida de diferentes indicadores generales. Menem, en cambio, si bien pudo hacer uso de una legitimidad tanto partidaria como ciudadana debió, desde el primer momento, hacer frente a la explosión de una crisis económica que no dejó de agravarse durante los primeros años de su mandato. Así entonces, la acción instituyente, expresada en los respectivos procesos de reforma, encausados por ambos liderazgos, estuvo teñida y condicionada por estos rasgos histórico-contextuales. En dicho marco, Kirchner explotó con suma capacidad las condiciones que le brindó un contexto de recuperación económica, enfrentando su déficit de legitimidad a través de la construcción, frente a la ciudadanía, de una efectiva figura de imputación fundada en un conjunto preciso de innovadoras políticas de reforma. En el caso de Menem, este proceso encontró una serie no menor de dificultades logrando asumir una forma acabada, recién luego de las elecciones legislativas de 1991, cuando ya empezaron a percibirse los efectos estabilizadores del Plan de Convertibilidad. Estos centrales condicionamientos, político-electorales en un caso, y económicos en el otro, que definieron entonces a los primeros años de ambas gestiones no pueden dejarse de lado a la hora de pensar comparativamente ambos procesos de institución política. Hecha esta aclaración, avancemos ahora sí en la presentación de las rupturas y continuidades que definieron concretamente a dichos procesos.

Al respecto, destacamos, para empezar, de qué modo el liderazgo de Carlos Menem logró revalidar sus credenciales como máxima autoridad de la República aplicando, sobre un contexto definido por la explosión de la crisis hiperinflacionaria y el inicio del desapego de la ciudadanía frente a los partidos (en un contexto de metamorfosis de la representación) el curso de un conjunto de políticas que modificaron radicalmente la relación entre el Estado y la sociedad. El establecimiento de un nuevo proyecto de sociedad centrado en el principio del mercado autorregulado como fundamento del lazo social logró imponerse en virtud de la presentación de la acción de liderazgo menemista como la única opción de salida frente a la dramática situación de crisis que sufría nuestro país. La presentación de Menem como líder soberano y como líder fusional, que emergía desde afuera de la corporación política, fueron los principales dispositivos que se pusieron en marcha para establecer su configuración en tanto figura representativa. Cuando Kirchner, más de una década después, accedió a la presidencia, luego de un proceso tan accidentado como azaroso, estos dispositivos ocuparon también un lugar central en su proceso de legitimación política. Fueron entonces movilizadas tanto las imágenes del líder capaz de decidir en un contexto de emergencia, sin que por ello perdiera el contacto expresivo con la gente, de la mano de una estrategia de emergencia en donde su figura aparecía cuestionando las tradicionales mediaciones representativas, ahora en abierta crisis.

Si bien es cierto que Kirchner, en sintonía con el mismo dispositivo desplegado por Menem, apeló a la configuración de una estrategia de emergencia, en el curso de la configuración de la figura representativa, donde su persona aparecía alejada del mundo de los partidos, en esta operación también podemos identificar diferentes discontinuidades entre los procesos de constitución de ambos liderazgos. Si Menem presentó un mensaje de unidad nacional, donde su figura se presentaba por sobre las banderías político-partidarias, en el

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mismo no se buscó cuestionar a las mediaciones partidarias con la radicalidad que sí lo hizo Néstor Kirchner buscando sintonizar con el contexto de crisis -y no sólo metamorfosis- de la representación partidaria.

Desde la estructuración de un mensaje público que rescataba la vigencia de los ideales en un mundo desapasionado, y que se identificaba con el olvidado ideario político de la década del setenta, el ex gobernador santacruceño buscó darle un sentido a su mensaje de transformación de las prácticas políticas existentes, diferenciándose de este modo con el modelo de los noventa. Mediante un discurso de neta impronta anti-partidaria, Kirchner construyó con eficacia las bases de su popularidad apelando, principalmente en esta primera etapa, a la configuración de un tipo de identificación plural desde la que se llamaba a “ir más allá de los límites del peronismo”. Así entonces, si ambas figuras políticas tuvieron como objetivo la conformación de una base amplia y heterogénea de apoyos, priorizando una relación con la opinión pública antes que la relación orgánica e institucionalizada con el Partido Justicialista, cada uno de estos procesos presentó rasgos distintivos. En este sentido, aunque la acción de Menem estuvo marcada por el relegamiento de la estructura partidaria, no puede desconsiderarse que su llegada al poder se instrumentó a través de los canales institucionales que supuso el ejercicio de la democracia partidaria, y que en dicho momento histórico de la democracia argentina las funciones de los partidos políticos, en términos de agregación de intereses y canalización de las demandas aún conservaban cierta vigencia, a pesar del curso de un claro proceso de transformación. De hecho, cuando su figura política logró consumar el control sobre la estructura partidaria, su esquema de respaldos comenzó a experimentar, en razón de su propia decisión, un claro y efectivo proceso de institucionalización. Menem en ese sentido fue más claramente fiel a su pertenencia partidaria y a su identificación como peronista. Kirchner, por su parte, inscripto en un contexto de crisis de la representación política, definido por una volatilidad inédita de los comportamientos electorales y por una fragmentación aguda del sistema partidario, orientó su acción a quebrar los lazos con la estructura justicialista buscando la constitución de un sostén transpartidario de apoyos políticos donde la relación directa con la opinión pública asumió un rol destacado, sin que este esquema se altere una vez que se consumó el control de la autoridad kirchnerista sobre dicha estructura. Su presentación así frente a la ciudadanía se fundó, más claramente, en su posicionamiento como un líder de tipo transversal.

Si ahora nos detenemos, específicamente, en el lazo representativo que ambos liderazgos edificaron, podemos identificar los principales contrastes entre los imaginarios políticos que ambas figuras lograron movilizar y producir. Si bien tanto Menem como Kirchner buscaron movilizar la idea de la unión nacional, estableciendo una definición de un nosotros inclusivo, mediante el cual se lograse afirmar una idea de orden y superar así las divisiones presentes entre los argentinos, desde la palabra pública del segundo se buscó, al mismo tiempo, apelar al regreso de la política, junto con la importancia de la defensa del valor de los principios e ideologías, identificando claramente aquellos adversarios que debían ser negados, excluidos, de modo de poder trazar los límites que definían a la nueva comunidad política. Si en ambos mensajes públicos el carácter fundacional estuvo presente, en el caso de Kirchner, el mismo se definió, asimismo, por la vuelta de los antagonismos y de una forma de nombrar a su audiencia afirmada tanto en su carácter institucional como en la delimitación de su marco político de pertenencia.

En definitiva, ambos liderazgos se definieron por su carácter instituyente en tanto demostraron una consumada capacidad para redefinir los contextos históricos e institucionales en los que inscribieron su acción política. La entrada en la fase de consolidación de sus posiciones de poder, nos permitiría completar la descripción del complejo proceso de cruces y caminos paralelos que define al estudio en clave comparativa de la acción política que marcó a ambos liderazgos; pero ello excede, claramente, a los fines que nos hemos propuesto en este trabajo.

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